Cabecera Jack el destripador

Categoría: Relato Página 2 de 5

agorafobia

Agorafobia, una historia sobre el confinamiento

Agorafobia, un historia sobre el confinamiento
Agorafobia, una historia sobre el confinamiento

Hoy quiero traeros mi relato «Agorafobia, una historia sobre el confinamiento«. Fue publicado inicialmente en el volumen de mi colección de relatos cortos «Historias en el límite I«. En él, intento recordar que el peor de los confinamientos no es el de nuestros cuerpos, sino el de nuestras mentes. Espero que os guste.

Por último, antes de dejaros con la historia, os recuerdo que «Historias en el límite I» estará en descarga gratuita durante toda esta semana en Amazon, tal y como os anunciaba en mi anterior post. Por cierto, infinitas gracias a todos por la excelente acogida que ha tenido la iniciativa y no dudéis en ofrecerme vuestras impresiones sobre las obras.

Agorafobia, una historia sobre el confinamiento

Soy agorafóbico, padezco la enfermedad desde hace más de cinco años y, desde entonces, he ido empeorando progresivamente hasta sumirme en una parálisis social y emocional absoluta. A pesar de todo, ahora mismo me encuentro andando en medio de una calle totalmente desierta y no siento ansiedad ni nauseas. Lo único que siento es un terror atroz, tan terrible y angustioso que hasta la fobia que me ha robado la vida ha pasado a un segundo plano. Pero, será mejor que empiece por el principio…

Todo empezó esta mañana cuando, al despertarme con las primeras luces del amanecer, me llamó la atención el silencio reinante. Delante de mi casa hay un colegio y el bullicio de los infantes al acudir a las clases me despierta cada día, sin embargo, no se oía más que el ulular del viento en rachado. Aquello supuso para mí una profunda turbación y malestar.

Me asomé con precaución a la ventana, ya que el mero hecho de afrontar la amplitud del exterior se convertía para mí en una fuente de nerviosismo e inquietud, y comprobé con perplejidad que la calle estaba desierta. El colegio estaba cerrado y ni una sola persona transitaba por las inmediaciones.

Cuando todas las terapias y los tratamientos para curar mi enfermedad fracasaron, me refugié en una existencia aislada y llena de comportamientos rutinarios y repetitivos, que me resultaban consoladores. Por eso, me pareció tan preocupante aquella incomprensible alteración de mi quehacer diario.

Intenté apartar los nubarrones que se cernían sobre mi mente y me forcé a emprender mi vida diaria como si nada ocurriese, pero no tardé en sufrir un nuevo sobresalto. Cuando fui a recoger la comida para pasar el día, que me traían del supermercado cada mañana dejándola frente a mi puerta, descubrí que no había nada. Mi corazón se aceleró de forma desbocada y no tuve más remedio que cerrar la puerta, sentándome en el suelo para recobrar el aliento. Cuando recuperé la calma, decidí llamar por teléfono para averiguar por qué habían suspendido el servicio. Busqué el número del supermercado y descolgué el auricular para marcar… ¡No había tono de llamada!  

Sentí como mis piernas temblaban y el aire comenzaba a escasear en mis pulmones. Intenté respirar con lentitud para evitar hiperventilarme, mientras me decía a mi mismo que sólo era un fallo de la línea. A duras penas logré controlar mi ansiedad lo suficiente para que mi respiración se normalizase poco a poco. Finalmente, conseguí recuperar el dominio de mi mismo. Estaba agotado por lo que descasé en un sillón durante algunos minutos intentando ordenar mi mente y decidir qué hacer.

Aunque extraña, aquella situación podía deberse a la mera casualidad por lo que pensé que, si actuaba con tranquilidad, podría volver a mis rutinas diarias en poco tiempo. Más calmado, decidí distraer la mente durante un rato mientras esperaba que la línea se recuperase o apareciesen los encargados del supermercado. Encendí la vieja cadena de música y estuve escuchando algunos CD de música New Age en busca de la relajación perdida.

Fue mientras mi mente se perdía entre aquellos acordes sinuosos y suaves, cuando me di cuenta de lo que podía estar pasando. Como en una repentina revelación comprendí que debía tratarse de algún tipo de accidente. Se me ocurrió que podía haber sucedido algo grave, capaz de interrumpir la línea telefónica y obligar a suspender las clases e impedir la apertura del supermercado.

Por primera vez desde hacía años, eché de menos la televisión que en aquellos momentos hubiese sido la mejor fuente de información. Cuando mi enfermedad alcanzó su cenit, tuve que deshacerme de ella porque, ni siquiera en la pantalla, era capaz de aguantar la visión de zonas amplias o multitudes.  En su lugar, me hice adicto a la radio y al ordenador, como mis métodos de comunicación exclusivos con el resto del mundo.

Por eso, encendí el sintonizador de radio con rapidez, en busca de laguna información que aclarase que estaba ocurriendo. Lo único que captaba el aparato era un infinito manto de siseos y ruidos ininteligibles. Probé a cambiar de cadena buscando cualquier emisora al azar, pero todo el espectro radiofónico estaba completamente silencioso. Por un instante pensé que el accidente podía haber afectado también a la radio, pero luego me di cuenta de lo absurdo de aquella idea. El sintonizador parecía funcionar perfectamente y ningún accidente podría haber acallado todas las emisoras en miles de kilómetros a la redonda de forma simultánea.

Creo que en aquel instante de suprema confusión conocí lo que era la histeria por primera vez. En lugar de mis habituales ataques de ansiedad, caí presa de una risa compulsiva que se alternaba con sollozos y lágrimas descontroladas. Me arrojé al suelo y pataleé como un niño pequeño con un antojo irresistible. Aquel estado me duró unos minutos para ser después sustituido por un cansancio abrumador que me hizo dormir, o quizá perder la conciencia, no lo sé. Sólo estoy seguro de que desperté varias horas después tendido sobre la alfombra, con el cuerpo dolorido y encharcado en sudor.

Me levanté tambaleándome con el estómago contraído por el hambre y me dirigí a la puerta, para comprobar si finalmente habían dejado allí mis viandas. Pero mis esperanzas fueron vanas, el descansillo estaba tan vacío como siempre. Desesperado, corrí hacia las ventanas y fui recorriéndolas una a una, gritando por ellas en busca de ayuda, pero no había nadie en el exterior. Era como si toda la humanidad se hubiera refugiado en sus hogares o se hubiese, simplemente, desvanecido.

En aquel momento de pánico pensé en pedir ayuda a mis vecinos. Su puerta se encontraba a menos de dos o tres metros de la mía, una distancia nimia pero que, para mí suponía una barrera tan infranqueable como un muro de hormigón. Decido a intentarlo, a pesar del presumible ataque de ansiedad que sufriría, abrí la puerta de mi casa y me enfrenté a la posibilidad de abandonar mi hogar por primera vez en los últimos cuatro años.

El sudor recorría mi rostro y mi corazón parecía un tambor desbocado, incluso creía percibir como mi pecho se movía por la fuerza de sus impactos. Respiré varias veces profundamente y, cerrando los ojos, me lancé al exterior. A penas di dos pasos cuando me encontré frente a la puerta de mis vecinos. Busqué a tientas el interruptor de llamada y lo pulsé de forma frenética. Esperé algunos segundos intentando controlar las fuertes nauseas que sentía, pero nadie respondió. Insistí, pero siguió sin haber respuesta. Entonces, desesperado, comencé agolpear la puerta con mis puños, descubriendo para mi asombro que estaba abierta.

Entré sin pensarlo. Todo estaba silencioso. Recorrí las habitaciones una tras otra, descubriendo todo en un perfecto orden. Cada cama perfectamente echa, los cajones cerrados, los suelos, paredes y ventanas pulcramente limpios y los grifos brillantes y pulidos como si fueran nuevos. Era como si allí no viviese nadie y aquel lugar no fuera más que el decorado de un piso piloto.

Mi estómago se contrajo por el hambre, por lo que corrí a la cocina en busca de algo de comida, pero no había nada. El frigorífico estaba tan vacío y pulcro como el resto del piso. Caí de rodillas y empecé a sollozar incapaz de comprender lo que estaba ocurriendo. Fuera de mí me arañe con fuerza un brazo, convencido de que aquello sólo podía ser un sueño, una pesadilla perversa en la que mi perturbada mente me había atrapado. Pero lo único que sentí es un lacerante dolor mientras la sangre brotaba tímidamente de la herida recién abierta.

No sé el tiempo que permanecí allí postrado, derrotado y confundido como nunca antes lo había estado. Sé que por mi mente desfiló mi vida como si alguien jugase con el mando a distancia de mi memoria. Recuerdos del pasado y esperanzas de futuro perdidas se mezclaron en mi conciencia hasta hacer que algo en mi interior se rompiese en mil pedazos. Pedazos que después se recompusieron para formar algo nuevo y distinto. Algo que me hizo levantarme con decisión, olvidando por completo los malestares de mi cuerpo, y salir al exterior del edificio sin sentir ya ansiedad ni palpitaciones.

Lo único que ahora siento es una seguridad y determinación totales de luchar contra este terror que me atenazaba. Por eso estoy ahora aquí, viendo desfilar ante mí una fila interminable de casas, parques, calles y plazas, sumidas en un silencio y vacío totales.  Un vacío que se me antoja un reflejo del mío propio.

De pronto creo oír algo, una voz lejana.

“Tres”

Siento un escalofrío.

“Dos”

Empiezo a recordar.

“Uno”

Miró a mi alrededor y me encuentro tumbado en un diván con la cara sonriente de un hombre sobre mí.

Como le prometimos, acabamos de eliminar su fobia mediante la inducción hipnagógica de un sueño específicamente diseñado. Espero que esté satisfecho, y no olvide que la garantía le cubre la no reaparición de los síntomas en al menos dos años”.

el-fin

EL FIN, un relato sobre una epidemia

El Fin un relato sobre una epidemia
Imagen de JuiMagicman en Pixabay

Cuando estamos en plena vorágine del coronavirus, os quiero traer  «El Fin«, un relato sobre una epidemia.  Es una historia corta que escribí hace ya un tiempo y que está incluido en mi libro de relatos «Historias en el Límite«. Os lo traigo porque, en cierto modo, tiene relación con lo que estos días estamos pasando. Mi intención era mostrar cómo no es a las enfermedades del cuerpo a las que hay que temer sino a las del espíritu (aunque no quiero que nadie tome esto como que hay que descuidar el cuidado de nuestra salud). Espero que os guste.

El Fin

Durante siglos, la humanidad se preguntó cómo sería su final. Algunos auguraban un apocalipsis violento, resultado de alguna catástrofe cósmica producida por la caída de meteoritos o por el colapso solar o lunar. Otros aseguraban que sería nuestra manipulación de la naturaleza la que acabaría con las condiciones para la vida, debido a cambios climáticos irreversibles y catastróficos. Los ecologistas más radicales pensaban, incluso, que el propio planeta se vengaría y que el final de los tiempos llegaría como consecuencia de una enfermedad virulenta, que purgaría al hombre de su superficie.

Sin embargo, nadie pudo nunca imaginar lo que realmente ocurrió. Cuando el verdadero ocaso llegó, nadie lo esperaba. La humanidad había logrado metas que durante siglos le habían estado vedadas; el clima estaba completamente controlado, las catástrofes naturales eran fácilmente predecibles y evitables, e incluso las enfermedades se habían convertido en algo residual y anecdótico. Se podría decir, que la humanidad atravesaba el periodo más pacífico de su historia. Por eso, lo sucedido fue tan inesperado.

El 21 de mayo de 2112, todas las mujeres del mundo, sin importar su edad o condición, se hundieron en un repentino sueño del que no volvieron a despertar. Simplemente se recostaron, allí donde estaban, y cerraron sus ojos para no volver a abrirlos. Se apagaron, al igual que la llama de una vela, barridas por un viento invisible.

Yo trabajaba como jefe de virología en el Complejo Médico Central de Nueva York. Nuestro trabajo era rutinario, llevábamos años sin afrontar ningún brote vírico relevante y nos limitábamos a la preparación de nano vacunas y a la esterilización, detección y eliminación de agentes toxicológicos ambientales. Por eso, cuando el caos se desató a nuestro alrededor, no estábamos preparados para afrontarlo y todo se desbordó. Los hombres colapsaron los sistemas de urgencia, intentando conseguir atención para sus esposas, hijas, hermanas o madres, pero la asistencia era prácticamente imposible, ya que los hospitales y centros sanitarios también habían sufrido la pérdida instantánea de todo su personal femenino. Todo el esfuerzo que realizamos los sanitarios fue inútil, a las pocas horas de caer en su extraño sueño, todas las mujeres murieron y la humanidad se enfrentó al mayor desastre que había conocido.

En un mundo que se había acostumbrado a la paz social, la violencia, provocada por la desesperación y el desconcierto, se apoderó de las calles, mientras la población desataba su frustración.

Mientras tanto, el consejo médico mundial realizó una llamada a la comunidad científica para intentar averiguar qué había pasado y a mí me tocó coordinar los estudios infecciosos. En principio, pensamos que algún tipo de cepa virológica o bacteriológica podía ser la responsable, pero, tras varias semanas de estudio detallado de miles de muestras, y, después de haber comprobado el alcance global e instantáneo del fenómeno, comprendimos que aquello era algo totalmente diferente. Todas las miradas se volvieron entonces hacia el estudio ambiental, en busca de algún tipo de radiación o fenómeno físico, pero también fue inútil. Poco a poco, se fueron descartando todas y cada una de las hipótesis expuestas y la mayoría de científicos empezamos a aceptar que nunca sabríamos lo sucedido.

Convencidos, como estábamos, de que nunca volvería a haber hembras de la especie humana, decidimos buscar métodos alternativos de reproducción. Pensamos en la clonación que, aunque estaba prohibida por motivos bioéticos desde hacía generaciones, se revelaba ahora como nuestra única esperanza. Sin embargo, los bancos de óvulos humanos eran inexplicablemente inservibles y, al recurrir a óvulos de origen animal modificados genéticamente, todos los embriones resultaron inviables. Era como si una mano invisible hubiese decidido que nunca habría un nuevo ser humano sobre la Tierra.

La idea de que el fin de la humanidad era sólo cuestión de tiempo, se abrió paso con rapidez entre la población, llenando las calles de desesperación y abatimiento. Los suicidios se convirtieron en algo cotidiano y la población mundial comenzó a disminuir rápidamente.

Fue casi un año después de que empezase todo, cuando oí los primeros rumores. Al principio fueron retazos de conversaciones y algunos murmullos, captados fugazmente en la cafetería del hospital. Me enteré de qué se trataba, dos semanas después, gracias a mi amistad con el jefe del personal de limpieza.

–Tienes que prometerme que no se lo dirás a tus superiores –me pidió de forma enigmática.

– Puedes confiar en mí –le aseguré.

–Está bien –continuó–. Hay una mujer superviviente, la llaman “madre”.

–¿Cómo? –exclamé impresionado– ¡Si eso es cierto, pude ser la clave para comprender lo que ha pasado!

–Por eso no quería contártelo –me interrumpió, pidiéndome con un gesto de la mano que no llamase la atención–. Si las autoridades se enteran, le harán toda clase de pruebas y eso sería su fin.

–Pero debemos encontrarla y examinarla, puede que nos de las respuestas que necesitamos –insistí.

–Si quieres respuestas, ella te las dará en persona –me aseguró–. Puedo concertarte una entrevista.

Naturalmente, acepté la propuesta y una semana después fui conducido, con los ojos vendados, al encuentro de la misteriosa mujer. Tras unas horas de viaje, me quitaron la venda y me encontré en un lugar que parecía sacado de un libro de historia antigua. Se trataba de una perfecta recreación holográfica de un campo de trigo y maíz, en el que se adivinaba un sendero que terminaba en una pequeña cabaña de madera. Me interné por el camino hasta llegar a la casa y fue entonces cuando la vi.

Era una mujer de edad avanzada. Estaba sentada en una mecedora, mientras tejía con precisión algún tipo de prenda. Tras unas pequeñas gafas de montura plateada, que reconocí por mis libros de historia médica, se escondían unos pequeños ojos azules, rodeados de las marcas de los años y llenos de la sabiduría que da la edad. Sentí un nudo en la garganta al ver, en su rostro arrugado y pacífico, reflejadas todas las mujeres que habían pasado por mi vida y que había perdido tan cruelmente. En aquel momento comprendí por qué la llamaban “madre”.

–¡Ya estás aquí! –susurró con voz gastada, como si me conociera de toda la vida.

–¡Hola! –contesté estúpidamente.

–¿A qué has venido? –preguntó, indicándome con un gesto de su mano que me sentase a su lado.

–Necesito saber por qué está usted viva. Si consigo averiguarlo, quizá haya alguna manera de dar a la humanidad otra oportunidad –le expliqué.

-–¿Otra oportunidad? –preguntó– ¿Para qué?

–¿Cómo que para qué? –exclamé desconcertado.

–Vivir no es una meta en sí misma –respondió–. Sólo es un medio del que nos valemos para colmar los anhelos de nuestras almas. Mira a tu alrededor y dime ¿qué ves?

–Un holograma de un campo de maíz.

–Exacto –repuso–. Un holograma, pero no auténtico maíz o trigo cultivado con esfuerzo por las manos del hombre.

–Eliminamos la necesidad de cultivos, cuando se descubrió la síntesis de alimentos –le expliqué desconcertado.

–¡Claro! –exclamó– ¡Igual que eliminasteis los bosques y animales, cuando descubristeis que un ambiente esterilizado aumentaba la longevidad y disminuía las enfermedades, o igual que controlasteis el clima para crear una tierra a vuestra medida!

–¿Y qué hay de malo en ello? Hemos desterrado el sufrimiento y traído la paz y el bienestar al ser humano. Además, existen recreaciones, como ésta, que permiten experimentar el mundo natural.

–Con la naturaleza reducida un mero escenario sin alma, las emociones controladas, la sociedad estructurada con precisión y la ciencia convertida en un corsé con el que moldear el mundo, habéis privado al espíritu humano de sus ansias de superarse –replicó emocionada– ¿Cuánto tiempo hace que nadie pinta un cuadro emotivo, cincela una escultura sugerente o escribe un novela de amor?

–No lo entiendo –repuse con sinceridad– ¿Qué tiene que ver todo esto con lo muerte de las mujeres?

–Las mujeres no han muerto, es el mundo el que está muerto desde hace años. Lo único que ha ocurrido, es que el espíritu de la mujer ha sido el primero en darse cuenta de que ya no había anhelos por los que luchar.

–Y usted, ¿por qué no ha muerto también?

–Yo siempre fui una rebelde –exclamó, echándose a reír.

Aquel día volví a casa y miré a mi alrededor con ojos distintos, hasta que el sueño empezó a vencerme, a mí y al resto de los hombres.

fue-en-aquel-momento

FUE EN AQUEL MOMENTO

fue-en-aquel-momento

Fue en aquel momento, mientras miraba estúpidamente un monitor de ordenador que, dividido en porciones cuadriculadas, mostraba cada una de las habitaciones de mi casa, cuando supe que no aguantaba más. Estaba allí, observando como un supuesto experto en el más allá intentaba arreglar mi vida con artilugios sacados de una mala película americana. Era un hombre pequeño, menudo, que se afanaba en escudriñar el monitor, una y otra vez, parando tan sólo de vez en cuando para tomar un sorbo del café más cargado y maloliente que he visto en toda mi vida.

–¡Ahí lo tenemos¡– exclamó emocionado, señalándome con el índice un rectángulo de la pantalla que mostraba mi dormitorio envuelto en las sombras de la noche.

Un pequeño fulgor blanquecino empezaba a tomar forma justo encima de mi cama de matrimonio. Sentí nauseas al verlo adquirir los contornos de un ser humano, que parecía flotar burlonamente sobre las sábanas revueltas del lecho. Pensé en mi mujer y en como esa cosa la había estado poseyendo, noche tras noche, haciéndola gritar con desesperación, al sentir como manos invisibles manoseaban sus pechos e introducían sus dedos incorpóreos entre sus nalgas. Yo me despertaba asustado por sus gritos y le decía, como un estúpido, que sólo había sido una pesadilla.

Después, fue mi hija la que empezó a tener problemas. Siempre había sido una alumna brillante y una niña muy tranquila, sin embargo, empezó a volverse violenta con sus compañeros y sus notas cayeron en un pozo sin fondo. Su tutora me llamó para advertirme de su repentina transformación y yo sólo supe decir que era una fase difícil de su infancia.

Me negaba a ver las evidencias delante de mis ojos. Ni siquiera, cuando mi mujer se despertaba gritando en medio de la noche o mi hija venía a nuestra habitación, encharcada en sudor y suplicando que la dejásemos dormir con nosotros, fui capaz de admitir que algo estaba interfiriendo con nuestras vidas; algo ajeno y maligno.

Una noche volví tarde del trabajo. Estaba cansado y enfadado de pelearme con un balance de cuentas que se negaba a cuadrar una y otra vez, por lo que, cuando llegué a casa en plena madrugada, decidí ir a la cocina y relajarme tomándome una infusión antes de dormir. Me acerque a la cocina, sin encender las luces para no despertar a mi mujer y mi hija, y fue entonces cuando lo vi. Al principio no supe de qué se trataba, tan solo percibí una silueta fugaz en el espejo del pasillo, que  me hizo girar la cabeza.  Detrás de mí, algo surgió de las sombras, casi como si estuviese hecho de un desgarro de la misma oscuridad; parecía un hombre. Sus facciones, negras como la noche misma, mostraban un odio profundo que retorcía sus rasgos de forma grotesca. Perdí la respiración y caí de espaldas sin poderlo evitar, mientras esa cosa se precipitaba sobre mí. Sólo fue un instante, pero noté como mis entrañas ardían al ser atravesado por la incorpórea figura. El dolor y la impresión fueron tan grandes que quedé inconsciente hasta la mañana siguiente, en que mi mujer me encontró tendido en medio del pasillo.

Después de aquello, ya no pude negar por más tiempo lo que estaba sucediendo. Comprendí que todo lo que mi mujer y mi hija llevaban meses contándome era cierto. Pero ya era demasiado tarde, mi matrimonio estaba herido de muerte. Leía el desprecio de mi mujer en su mirada cada día, incapaz de perdonarme que no hubiese creído en ella, dejándola impotente en manos de aquella abominación noche tras noche.

Decidí acudir al sacerdote de la parroquia del condado, confiando en que con su intervención las cosas mejorarían. Cuando le conté lo que nos estaba ocurriendo, el religioso me miró con sorpresa e incredulidad. Después de implorarle ayuda, como no lo había hecho nunca con nadie, accedió a regañadientes a bendecir nuestra casa e intentar así expulsar cualquier presencia maligna que pudiese haber. No funcionó. El sacerdote realizó su número religioso, arrojando agua bendita en cada habitación, a  la vez que entonaba una serie de salmos extraídos de la Biblia, pero la presencia que nos atormentaba siguió allí, burlándose de nosotros día tras día.

Una mañana, mi mujer me dijo que no lo soportaba más y, cogiendo a mi hija, se fue de casa sin darme ni siquiera opción a protestar. Cuando se subió al coche, en la  tristeza y decepción de su última mirada, comprendí que nunca volvería a estar a mi lado. A pesar de todo, yo no estaba dispuesto a ceder e irme también; aquel era mi hogar y me había costado demasiado levantarlo, para dejármelo arrebatar por nadie ni por nada.

Me obsesioné, consulté con expertos, leí libros y acudí a conferencias. Probé toda clase de rituales y ceremonias, pero la entidad siguió allí, haciéndose, con cada victoria suya y derrota mía, más y más fuerte. Cada noche me despertaban sus pasos, gritos y burlas. En varias ocasiones se presentó en mi propia habitación, torturándome con su presencia y arrojando muebles y utensilios contra las paredes. Podía sentir su odio y desprecio impregnando cada esquina de mi hogar.

Una mañana recibí una carta de mi empresa; era el despido. Acababa de pedir un permiso para buscar a un nuevo experto que pudiese ayudarme, pero en mi trabajo ya estaban hartos de mis continuas faltas y de mis errores contables, cada vez más frecuentes. Aquello, en lugar de hacerme comprender que debía abandonar aquella lucha, incrementó mi rabia y determinación, por lo que decidí utilizar todos mis recursos en contratar a un equipo de científicos especializados en lo sobrenatural, que acabasen de una vez por todas con la monstruosidad que se había apoderado de mi vida.

ansiedad

Sin embargo, ahora, mientras observaba en el monitor, que con su mosaico de imágenes cuadriculadas parecía burlarse del rompecabezas en que mi mundo se había convertido, como la odiosa figura se corporeizaba, una vez más, para continuar su eterna burla de todo lo que para mí era sagrado, algo se rompió en mi interior definitivamente.

El parapsicólogo que estudiaba el fenómeno se volvió hacia mí sonriendo ampliamente.

–¡Es maravilloso!­– exclamó.

Aquello fue demasiado para mí. Aquel hombrecillo sentía admiración por el monstruo que había estado destrozado mi mundo hasta convertirlo en un lodazal irreconocible. ¡Sentía admiración! Me acerqué a él y le propiné un puñetazo que le hizo caer de bruces en el suelo de la habitación, sorprendido y asustado. En otra época le hubiese pedido disculpas, ayudándole a levantarse de inmediato, pero, en lugar de eso, le pedí a gritos que abandonase de inmediato mi casa. El pobre tipo salió corriendo a trompicones, sin comprender nada, pero convencido de que hablaba muy en serio.

Entonces supe por fin lo que tenía que hacer para poner fin a aquella pesadilla. Me dirigí a mi habitación y, sin dirigir ni una mirada al espectro que en ella se debatía por terminar de corporeizarse, abrí inmediatamente la cómoda, donde guardaba una pequeña escopeta de cañones recortados. Extraje dos cartuchos del cajón y los introduje en la recamara. Sin pensarlo, apoyé el cañón del arma sobre mi barbilla y apreté el gatillo. Ni siquiera oí el ruido del disparo, sólo me desplomé en el suelo. Lo último que vi fue como una mancha de sangre goteaba en el techo de la habitación. Todo se volvió rojo….

………………………

Lo primero que vi al despertar fue mi propio cuerpo tendido a mis pies y empapado en sangre, no sentí nada por él, tan sólo curiosidad. No había olores, no había sonidos, no había sensaciones, todo era un vacío en mi interior. Sólo había una cosa que permanecía y que animaba mis movimientos; mi odio.

Me giré hacia el lecho. El espectro que me había atormentado, me miraba desde allí. Sus rasgos ya no parecían tan grotescos y repulsivos, tan sólo despreciables. Sentí como la ira se apoderaba de mí. Por primera vez vi el miedo pintado en su rostro, el mismo miedo que debía haber visto en mí y en mi familia durante tanto tiempo. Me arrojé sobre él con la velocidad de un pensamiento y la furia de un animal. Intentó defenderse, pero mi odio era mucho mayor que el suyo. Sentí como intentaba agarrarse a los últimos restos de arrogancia y maldad de sus ser para mantener su esencia, pero  mi dolor, desprecio y odio feroz, le barrieron de la existencia, disgregando su esencia a mi paso como la arena ante el viento.

Ahora sólo quedo yo, mi hogar vuelve a ser mío y ya no habrá vivo o muerto que vuelva a violarlo y arrebatármelo nunca más. Sólo siento que, aunque he recuperado mi hogar, nunca recuperaré mi vida.

………………………

(Esta historia pertenece a la recopilación «Historias en el Límite I»)

bar-wesley-key

El extraño caso de Wesley Key

bar-wesley-key
El extraño caso de Wesley Key

Aunque para muchos la historia de Wesley Key es una simple leyenda urbana, una de esas historias que alguien ha oído de alguien, que dice ser amigo de alguien que le conoció, lo cierto es que, por raro que parezca, sucedió realmente.

Wesley vino al mundo en un bloque envejecido de pisos de Bay Ridge, entre los vapores de la ginebra con la que una vieja comadrona le limpió las heridas del cordón umbilical. He llegado a pensar que, aquellos efluvios etílicos que envolvieron su cerebro sin formar, fueron los que a la postre determinaron su extraño destino.

Yo le conocí años después, cuando mi padre perdió su empleo en Manhattan y tuvimos que trasladarnos. Fue el día en que hicimos la mudanza, Wesley estaba sentado en las escaleras de mi futura vivienda jugando con una pelota mugrienta observándonos desempacar. Recuerdo que me llamó poderosamente la atención la sincera y amplia sonrisa con la que nos recibió, en la que faltaban las palas y colmillos superiores. Cuando nos hicimos amigos, me contó que había perdido los dientes en una apuesta. Se había empeñado en que era capaz de abrir una botella de cerveza con los dientes. Lo que no sabía es que habían pegado la chapa. Cuando Wesley se dio cuenta de que le habían tomado el pelo, no se dio por vencido y, al final, acabó con veinte dólares en el bolsillo y los dientes totalmente destrozados.

Sus primeros problemas con el alcohol empezaron cuando su padre murió en un accidente en los muelles. El seguro a penas cubrió los gastos del entierro por lo que su madre tuvo que empezar a trabajar durante todo el día. Wesley, con apenas catorce años, se vio obligado a abandonar el colegio y a empezar a repartir periódicos.  En Brooklyn y en pleno invierno repartiendo diarios por las esquinas, la única manera que encontró para combatir el frío fueron las viejas botellas de ginebra que su padre guardaba en casa.

Siempre me lo encontraba en la esquina de la calle, con su sonrisa desdentada y burlona y el bulto de una pequeña petaca bajo su desgastada chaquetilla de franela. Al acabarse la ginebra pasó al whiskey barato que vendían a granel en las bodegas de los hermanos Cowen; dos inmigrantes irlandeses con pocos escrúpulos para dar alcohol a menores. Con dieciséis años conocía ya todos los bares y tabernas de Brooklyn. Sin embargo, a pesar de haberle visto beber una y otra vez, día tras días, jamás le había visto borracho. Era como si las bebidas no tuviesen efecto alguno sobre él.

Recuerdo especialmente el día en que los Brooklyn Dodgers consiguieron derrotar a los Yanquis de Nueva York y ganar la Liga Mayor de Béisbol. Todos los jóvenes salimos a las calles a celebrarlo y, aunque Wesley bebió sin parar durante toda la noche, cuando las luces del nuevo día despuntaron, él seguía tan fresco como una lechuga mientras la mayoría de nosotros estábamos borrachos o inconscientes

Ni siquiera cuando Betty Langrage, la única mujer de la que fue capaz de enamorarse, murió atropellada por un conductor ebrio, Wesley fue capaz de emborracharse. Bebió y bebió durante días, pero jamás le vi mostrar el menor signo de que el alcohol le estuviese afectando.

Una vez le pregunté por qué bebía de aquella manera si no era capaz de emborracharse, ni siquiera de alegrarse con una copa.“Porque tengo la esperanza de que alguna vez el alcohol consiga borrar de mi vida todo lo que me ha salido mal” me respondió.

Poco a poco, su inusual inmunidad al alcohol fue convirtiéndole en toda una celebridad. Le apodaron Whiskey, haciendo un desafortunado juego de palabras con su nombre, y los retos en bares o tabernas empezaron a sucederse. Todo el mundo quería saber hasta dónde era capaz de llegar, pero el resultado era siempre el mismo; su oponente derrumbado, incapaz de levantarse del asiento por sí mismo, y Wesley pidiendo una copa más.

Por eso, cuando un nuevo local en Williammsburg anunció que ofrecería, a todo el que acudiese el día de su inauguración, cuanto alcohol fuese capaz de consumir, fuimos muchos los que pensamos que Wesley no se perdería la oportunidad de demostrar una vez más su peculiar habilidad.

El día de la inauguración había cientos de personas apretujándose en la puerta del local. Estaba a punto de irme, convencido de que no podría pasar, cuando divisé a Wesley junto a la entrada. Con una mano me hizo un gesto para que le acompañase al interior. Cuando llegué a su altura me comentó en voz baja “hoy puedo conseguirlo, por una vez no tendré que preocuparme por el dinero”. Intenté persuadirle, pero su decisión era inquebrantable, así que decidí acompañarle al interior.

En una mesa habían preparado varias botellas de whiskey y un hombre, cuya corpulencia frente a la fragilidad física de Wesley parecía presagiar una dura contienda, esperaba ansioso mostrando un fajo de cien dólares en su mano. Wesley depósito otros cien dólares para cubrir la apuesta y se sentó frente a él. Los pequeños vasos de Whiskey empezaron a desaparecer uno tras otro, mientras ambos hombres bebían por turnos. El duelo duró más de una hora, hasta que finalmente el grueso oponente de Wesley, que apenas era ya capaz de levantar su bebida, rechazó la nueva ronda incapaz de continuar. Hicieron falta tres hombres para ayudarle a salir de local.

Creía que allí acabaría todo, pero Wesley  no pensaba igual. Ante el asombro general, juntó todo el dinero ganado y lo puso en la mesa, repitiendo la apuesta. Aquello me asustó. Wesley había bebido casi dos botellas de whiskey y continuar me parecía demasiado peligroso. Intenté convencerle de que abandonase pero se limitó a reír, mirándome con una extraña expresión de seguridad que no supe interpretar. Intenté levantarle por la fuerza, pero rápidamente dos matones del local me sujetaron por los brazos inmovilizándome.

El duelo se repitió no una sino tres veces más, ante mi mirada horrorizada y la fascinación asombrada del público. Nadie era capaz de comprender como aquel pequeño cuerpo podía soportar tan increíble castigo sin mostrar signo alguno de embriaguez.

Cuando el cuarto hombre tuvo que ser retirado entre vómitos, Wesley me miró de nuevo y puedo jurar que aquella mirada fue la más clara y limpia que le vi jamás. Su serenidad era increíble. Con un gesto de la mano dio por terminadas las apuestas y se levantó, recogiendo todas sus ganancias. Después, se acercó hasta mí pidiendo que me soltasen.

Me miró sonriendo e introdujo el dinero en el bolsillo de mi chaqueta, susurrándome al oído: “No lo necesito, por fin lo he conseguido”. Cuando, confundido, intenté impedir que introdujese aquel montón de dólares arrugados en mi bolsillo, el tacto de su piel me hizo asustarme de tal manera, que di un paso hacia atrás tambaleándome. Su mano estaba húmeda, resbaladiza y era extrañamente flexible. Tuve la impresión de que algo horrible le estaba pasando. Wesley dio un paso atrás sonriendo de nuevo. No puedo explicar el espanto que sentí al ver su dentadura completa milagrosamente.

Todas las personas que estaban en el bar se dieron cuenta de que algo extraño estaba sucediendo. El silencio era sepulcral. Poco a poco se fueron alejando, apretujándose en los límites del local, pero incapaces de abandonarlo, como si presintiesen que, aunque horrible, lo que estaba ocurriendo era algo fascinante que debían presenciar.

Wesley  cerró los ojos y eso fue el principio. Sus rasgos empezaron a diluirse, como si su rostro no fuese más que una máscara de cera a punto de derretirse. Su piel comenzó a volverse traslúcida, a la vez que todo su cuerpo empezaba a contraerse. Ante los ojos atónitos de todos los que estábamos allí, Wesley Key fue perdiendo coherencia física a medida que su cuerpo se diluía. En apenas unos minutos, lo único que quedaba de él era un charco de líquido transparente y un montón de ropa empapada.

No hace falta decir que se formó un gran escándalo cuando la gente, completamente espantada, abandonó el local, unos gritando y otros totalmente descompuestos ante el horrible espectáculo. Cuando la policía llegó, lo único que pudo certificar era que había un charco de whiskey y un montón de ropa en medio del local.

En los periódicos se dijo de todo, desde que se había tratado de una alucinación colectiva, hasta que la bebida estaba adulterada con algún alucinógeno que produjo el pánico general. El local, del que ya nadie recuerda el nombre, fue cerrado y en su lugar se construyó una torre de apartamentos.

Hoy en día, Wesley Key se ha convertido en un mito, pero era mi amigo y yo estuve con él aquella noche. Por eso, cuando alguien en tono de burla me cuenta la leyenda de un hombre llamado Whiskey, me levantó y saco de un cajón de mi cómoda un pequeño fajo de dólares, en el que existe una extraña huella dibujada, la huella de una mano húmeda que, aún hoy, huele terriblemente a whiskey barato.

FIN

Espero que hayáis disfrutado la lectura de esta obra. Podéis encontrarla, junto a otros relatos, en mi antología  «Historias en el Límite Volumen II»

Historias en el límite (Volumen I)

Después de la reciente publicación de mi novela “El libro de Toth”, ha llegado el momento de poner en marcha un proyecto que he ido postergando, por uno u otro motivo, durante demasiado tiempo. Se tata de una recopilación de los relatos que durante estos años he ido escribiendo y que me han permitido ganar algunos concursos literarios y, sobre todo, ir mejorando poco a poco como escritor.

Hoy os traigo el primer volumen de los dos que componen la recopilación y lo hago con una semana completa del día 15 al 20 de abril en que podréis descargarlos en Amazón de forma totalmente gratuita.

Espero que os gusten y os pido, por favor, que me dejéis aquí en el blog o en Amazón vuestro comentarios y valoraciones. ¡¡Prometo no censurar ninguna por negativa que sea!!

Página 2 de 5

Funciona con WordPress & Tema de Anders Norén