fue-en-aquel-momento

Fue en aquel momento, mientras miraba estúpidamente un monitor de ordenador que, dividido en porciones cuadriculadas, mostraba cada una de las habitaciones de mi casa, cuando supe que no aguantaba más. Estaba allí, observando como un supuesto experto en el más allá intentaba arreglar mi vida con artilugios sacados de una mala película americana. Era un hombre pequeño, menudo, que se afanaba en escudriñar el monitor, una y otra vez, parando tan sólo de vez en cuando para tomar un sorbo del café más cargado y maloliente que he visto en toda mi vida.

–¡Ahí lo tenemos¡– exclamó emocionado, señalándome con el índice un rectángulo de la pantalla que mostraba mi dormitorio envuelto en las sombras de la noche.

Un pequeño fulgor blanquecino empezaba a tomar forma justo encima de mi cama de matrimonio. Sentí nauseas al verlo adquirir los contornos de un ser humano, que parecía flotar burlonamente sobre las sábanas revueltas del lecho. Pensé en mi mujer y en como esa cosa la había estado poseyendo, noche tras noche, haciéndola gritar con desesperación, al sentir como manos invisibles manoseaban sus pechos e introducían sus dedos incorpóreos entre sus nalgas. Yo me despertaba asustado por sus gritos y le decía, como un estúpido, que sólo había sido una pesadilla.

Después, fue mi hija la que empezó a tener problemas. Siempre había sido una alumna brillante y una niña muy tranquila, sin embargo, empezó a volverse violenta con sus compañeros y sus notas cayeron en un pozo sin fondo. Su tutora me llamó para advertirme de su repentina transformación y yo sólo supe decir que era una fase difícil de su infancia.

Me negaba a ver las evidencias delante de mis ojos. Ni siquiera, cuando mi mujer se despertaba gritando en medio de la noche o mi hija venía a nuestra habitación, encharcada en sudor y suplicando que la dejásemos dormir con nosotros, fui capaz de admitir que algo estaba interfiriendo con nuestras vidas; algo ajeno y maligno.

Una noche volví tarde del trabajo. Estaba cansado y enfadado de pelearme con un balance de cuentas que se negaba a cuadrar una y otra vez, por lo que, cuando llegué a casa en plena madrugada, decidí ir a la cocina y relajarme tomándome una infusión antes de dormir. Me acerque a la cocina, sin encender las luces para no despertar a mi mujer y mi hija, y fue entonces cuando lo vi. Al principio no supe de qué se trataba, tan solo percibí una silueta fugaz en el espejo del pasillo, que  me hizo girar la cabeza.  Detrás de mí, algo surgió de las sombras, casi como si estuviese hecho de un desgarro de la misma oscuridad; parecía un hombre. Sus facciones, negras como la noche misma, mostraban un odio profundo que retorcía sus rasgos de forma grotesca. Perdí la respiración y caí de espaldas sin poderlo evitar, mientras esa cosa se precipitaba sobre mí. Sólo fue un instante, pero noté como mis entrañas ardían al ser atravesado por la incorpórea figura. El dolor y la impresión fueron tan grandes que quedé inconsciente hasta la mañana siguiente, en que mi mujer me encontró tendido en medio del pasillo.

Después de aquello, ya no pude negar por más tiempo lo que estaba sucediendo. Comprendí que todo lo que mi mujer y mi hija llevaban meses contándome era cierto. Pero ya era demasiado tarde, mi matrimonio estaba herido de muerte. Leía el desprecio de mi mujer en su mirada cada día, incapaz de perdonarme que no hubiese creído en ella, dejándola impotente en manos de aquella abominación noche tras noche.

Decidí acudir al sacerdote de la parroquia del condado, confiando en que con su intervención las cosas mejorarían. Cuando le conté lo que nos estaba ocurriendo, el religioso me miró con sorpresa e incredulidad. Después de implorarle ayuda, como no lo había hecho nunca con nadie, accedió a regañadientes a bendecir nuestra casa e intentar así expulsar cualquier presencia maligna que pudiese haber. No funcionó. El sacerdote realizó su número religioso, arrojando agua bendita en cada habitación, a  la vez que entonaba una serie de salmos extraídos de la Biblia, pero la presencia que nos atormentaba siguió allí, burlándose de nosotros día tras día.

Una mañana, mi mujer me dijo que no lo soportaba más y, cogiendo a mi hija, se fue de casa sin darme ni siquiera opción a protestar. Cuando se subió al coche, en la  tristeza y decepción de su última mirada, comprendí que nunca volvería a estar a mi lado. A pesar de todo, yo no estaba dispuesto a ceder e irme también; aquel era mi hogar y me había costado demasiado levantarlo, para dejármelo arrebatar por nadie ni por nada.

Me obsesioné, consulté con expertos, leí libros y acudí a conferencias. Probé toda clase de rituales y ceremonias, pero la entidad siguió allí, haciéndose, con cada victoria suya y derrota mía, más y más fuerte. Cada noche me despertaban sus pasos, gritos y burlas. En varias ocasiones se presentó en mi propia habitación, torturándome con su presencia y arrojando muebles y utensilios contra las paredes. Podía sentir su odio y desprecio impregnando cada esquina de mi hogar.

Una mañana recibí una carta de mi empresa; era el despido. Acababa de pedir un permiso para buscar a un nuevo experto que pudiese ayudarme, pero en mi trabajo ya estaban hartos de mis continuas faltas y de mis errores contables, cada vez más frecuentes. Aquello, en lugar de hacerme comprender que debía abandonar aquella lucha, incrementó mi rabia y determinación, por lo que decidí utilizar todos mis recursos en contratar a un equipo de científicos especializados en lo sobrenatural, que acabasen de una vez por todas con la monstruosidad que se había apoderado de mi vida.

ansiedad

Sin embargo, ahora, mientras observaba en el monitor, que con su mosaico de imágenes cuadriculadas parecía burlarse del rompecabezas en que mi mundo se había convertido, como la odiosa figura se corporeizaba, una vez más, para continuar su eterna burla de todo lo que para mí era sagrado, algo se rompió en mi interior definitivamente.

El parapsicólogo que estudiaba el fenómeno se volvió hacia mí sonriendo ampliamente.

–¡Es maravilloso!­– exclamó.

Aquello fue demasiado para mí. Aquel hombrecillo sentía admiración por el monstruo que había estado destrozado mi mundo hasta convertirlo en un lodazal irreconocible. ¡Sentía admiración! Me acerqué a él y le propiné un puñetazo que le hizo caer de bruces en el suelo de la habitación, sorprendido y asustado. En otra época le hubiese pedido disculpas, ayudándole a levantarse de inmediato, pero, en lugar de eso, le pedí a gritos que abandonase de inmediato mi casa. El pobre tipo salió corriendo a trompicones, sin comprender nada, pero convencido de que hablaba muy en serio.

Entonces supe por fin lo que tenía que hacer para poner fin a aquella pesadilla. Me dirigí a mi habitación y, sin dirigir ni una mirada al espectro que en ella se debatía por terminar de corporeizarse, abrí inmediatamente la cómoda, donde guardaba una pequeña escopeta de cañones recortados. Extraje dos cartuchos del cajón y los introduje en la recamara. Sin pensarlo, apoyé el cañón del arma sobre mi barbilla y apreté el gatillo. Ni siquiera oí el ruido del disparo, sólo me desplomé en el suelo. Lo último que vi fue como una mancha de sangre goteaba en el techo de la habitación. Todo se volvió rojo….

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Lo primero que vi al despertar fue mi propio cuerpo tendido a mis pies y empapado en sangre, no sentí nada por él, tan sólo curiosidad. No había olores, no había sonidos, no había sensaciones, todo era un vacío en mi interior. Sólo había una cosa que permanecía y que animaba mis movimientos; mi odio.

Me giré hacia el lecho. El espectro que me había atormentado, me miraba desde allí. Sus rasgos ya no parecían tan grotescos y repulsivos, tan sólo despreciables. Sentí como la ira se apoderaba de mí. Por primera vez vi el miedo pintado en su rostro, el mismo miedo que debía haber visto en mí y en mi familia durante tanto tiempo. Me arrojé sobre él con la velocidad de un pensamiento y la furia de un animal. Intentó defenderse, pero mi odio era mucho mayor que el suyo. Sentí como intentaba agarrarse a los últimos restos de arrogancia y maldad de sus ser para mantener su esencia, pero  mi dolor, desprecio y odio feroz, le barrieron de la existencia, disgregando su esencia a mi paso como la arena ante el viento.

Ahora sólo quedo yo, mi hogar vuelve a ser mío y ya no habrá vivo o muerto que vuelva a violarlo y arrebatármelo nunca más. Sólo siento que, aunque he recuperado mi hogar, nunca recuperaré mi vida.

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(Esta historia pertenece a la recopilación «Historias en el Límite I»)