El Fin un relato sobre una epidemia
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Cuando estamos en plena vorágine del coronavirus, os quiero traer  «El Fin«, un relato sobre una epidemia.  Es una historia corta que escribí hace ya un tiempo y que está incluido en mi libro de relatos «Historias en el Límite«. Os lo traigo porque, en cierto modo, tiene relación con lo que estos días estamos pasando. Mi intención era mostrar cómo no es a las enfermedades del cuerpo a las que hay que temer sino a las del espíritu (aunque no quiero que nadie tome esto como que hay que descuidar el cuidado de nuestra salud). Espero que os guste.

El Fin

Durante siglos, la humanidad se preguntó cómo sería su final. Algunos auguraban un apocalipsis violento, resultado de alguna catástrofe cósmica producida por la caída de meteoritos o por el colapso solar o lunar. Otros aseguraban que sería nuestra manipulación de la naturaleza la que acabaría con las condiciones para la vida, debido a cambios climáticos irreversibles y catastróficos. Los ecologistas más radicales pensaban, incluso, que el propio planeta se vengaría y que el final de los tiempos llegaría como consecuencia de una enfermedad virulenta, que purgaría al hombre de su superficie.

Sin embargo, nadie pudo nunca imaginar lo que realmente ocurrió. Cuando el verdadero ocaso llegó, nadie lo esperaba. La humanidad había logrado metas que durante siglos le habían estado vedadas; el clima estaba completamente controlado, las catástrofes naturales eran fácilmente predecibles y evitables, e incluso las enfermedades se habían convertido en algo residual y anecdótico. Se podría decir, que la humanidad atravesaba el periodo más pacífico de su historia. Por eso, lo sucedido fue tan inesperado.

El 21 de mayo de 2112, todas las mujeres del mundo, sin importar su edad o condición, se hundieron en un repentino sueño del que no volvieron a despertar. Simplemente se recostaron, allí donde estaban, y cerraron sus ojos para no volver a abrirlos. Se apagaron, al igual que la llama de una vela, barridas por un viento invisible.

Yo trabajaba como jefe de virología en el Complejo Médico Central de Nueva York. Nuestro trabajo era rutinario, llevábamos años sin afrontar ningún brote vírico relevante y nos limitábamos a la preparación de nano vacunas y a la esterilización, detección y eliminación de agentes toxicológicos ambientales. Por eso, cuando el caos se desató a nuestro alrededor, no estábamos preparados para afrontarlo y todo se desbordó. Los hombres colapsaron los sistemas de urgencia, intentando conseguir atención para sus esposas, hijas, hermanas o madres, pero la asistencia era prácticamente imposible, ya que los hospitales y centros sanitarios también habían sufrido la pérdida instantánea de todo su personal femenino. Todo el esfuerzo que realizamos los sanitarios fue inútil, a las pocas horas de caer en su extraño sueño, todas las mujeres murieron y la humanidad se enfrentó al mayor desastre que había conocido.

En un mundo que se había acostumbrado a la paz social, la violencia, provocada por la desesperación y el desconcierto, se apoderó de las calles, mientras la población desataba su frustración.

Mientras tanto, el consejo médico mundial realizó una llamada a la comunidad científica para intentar averiguar qué había pasado y a mí me tocó coordinar los estudios infecciosos. En principio, pensamos que algún tipo de cepa virológica o bacteriológica podía ser la responsable, pero, tras varias semanas de estudio detallado de miles de muestras, y, después de haber comprobado el alcance global e instantáneo del fenómeno, comprendimos que aquello era algo totalmente diferente. Todas las miradas se volvieron entonces hacia el estudio ambiental, en busca de algún tipo de radiación o fenómeno físico, pero también fue inútil. Poco a poco, se fueron descartando todas y cada una de las hipótesis expuestas y la mayoría de científicos empezamos a aceptar que nunca sabríamos lo sucedido.

Convencidos, como estábamos, de que nunca volvería a haber hembras de la especie humana, decidimos buscar métodos alternativos de reproducción. Pensamos en la clonación que, aunque estaba prohibida por motivos bioéticos desde hacía generaciones, se revelaba ahora como nuestra única esperanza. Sin embargo, los bancos de óvulos humanos eran inexplicablemente inservibles y, al recurrir a óvulos de origen animal modificados genéticamente, todos los embriones resultaron inviables. Era como si una mano invisible hubiese decidido que nunca habría un nuevo ser humano sobre la Tierra.

La idea de que el fin de la humanidad era sólo cuestión de tiempo, se abrió paso con rapidez entre la población, llenando las calles de desesperación y abatimiento. Los suicidios se convirtieron en algo cotidiano y la población mundial comenzó a disminuir rápidamente.

Fue casi un año después de que empezase todo, cuando oí los primeros rumores. Al principio fueron retazos de conversaciones y algunos murmullos, captados fugazmente en la cafetería del hospital. Me enteré de qué se trataba, dos semanas después, gracias a mi amistad con el jefe del personal de limpieza.

–Tienes que prometerme que no se lo dirás a tus superiores –me pidió de forma enigmática.

– Puedes confiar en mí –le aseguré.

–Está bien –continuó–. Hay una mujer superviviente, la llaman “madre”.

–¿Cómo? –exclamé impresionado– ¡Si eso es cierto, pude ser la clave para comprender lo que ha pasado!

–Por eso no quería contártelo –me interrumpió, pidiéndome con un gesto de la mano que no llamase la atención–. Si las autoridades se enteran, le harán toda clase de pruebas y eso sería su fin.

–Pero debemos encontrarla y examinarla, puede que nos de las respuestas que necesitamos –insistí.

–Si quieres respuestas, ella te las dará en persona –me aseguró–. Puedo concertarte una entrevista.

Naturalmente, acepté la propuesta y una semana después fui conducido, con los ojos vendados, al encuentro de la misteriosa mujer. Tras unas horas de viaje, me quitaron la venda y me encontré en un lugar que parecía sacado de un libro de historia antigua. Se trataba de una perfecta recreación holográfica de un campo de trigo y maíz, en el que se adivinaba un sendero que terminaba en una pequeña cabaña de madera. Me interné por el camino hasta llegar a la casa y fue entonces cuando la vi.

Era una mujer de edad avanzada. Estaba sentada en una mecedora, mientras tejía con precisión algún tipo de prenda. Tras unas pequeñas gafas de montura plateada, que reconocí por mis libros de historia médica, se escondían unos pequeños ojos azules, rodeados de las marcas de los años y llenos de la sabiduría que da la edad. Sentí un nudo en la garganta al ver, en su rostro arrugado y pacífico, reflejadas todas las mujeres que habían pasado por mi vida y que había perdido tan cruelmente. En aquel momento comprendí por qué la llamaban “madre”.

–¡Ya estás aquí! –susurró con voz gastada, como si me conociera de toda la vida.

–¡Hola! –contesté estúpidamente.

–¿A qué has venido? –preguntó, indicándome con un gesto de su mano que me sentase a su lado.

–Necesito saber por qué está usted viva. Si consigo averiguarlo, quizá haya alguna manera de dar a la humanidad otra oportunidad –le expliqué.

-–¿Otra oportunidad? –preguntó– ¿Para qué?

–¿Cómo que para qué? –exclamé desconcertado.

–Vivir no es una meta en sí misma –respondió–. Sólo es un medio del que nos valemos para colmar los anhelos de nuestras almas. Mira a tu alrededor y dime ¿qué ves?

–Un holograma de un campo de maíz.

–Exacto –repuso–. Un holograma, pero no auténtico maíz o trigo cultivado con esfuerzo por las manos del hombre.

–Eliminamos la necesidad de cultivos, cuando se descubrió la síntesis de alimentos –le expliqué desconcertado.

–¡Claro! –exclamó– ¡Igual que eliminasteis los bosques y animales, cuando descubristeis que un ambiente esterilizado aumentaba la longevidad y disminuía las enfermedades, o igual que controlasteis el clima para crear una tierra a vuestra medida!

–¿Y qué hay de malo en ello? Hemos desterrado el sufrimiento y traído la paz y el bienestar al ser humano. Además, existen recreaciones, como ésta, que permiten experimentar el mundo natural.

–Con la naturaleza reducida un mero escenario sin alma, las emociones controladas, la sociedad estructurada con precisión y la ciencia convertida en un corsé con el que moldear el mundo, habéis privado al espíritu humano de sus ansias de superarse –replicó emocionada– ¿Cuánto tiempo hace que nadie pinta un cuadro emotivo, cincela una escultura sugerente o escribe un novela de amor?

–No lo entiendo –repuse con sinceridad– ¿Qué tiene que ver todo esto con lo muerte de las mujeres?

–Las mujeres no han muerto, es el mundo el que está muerto desde hace años. Lo único que ha ocurrido, es que el espíritu de la mujer ha sido el primero en darse cuenta de que ya no había anhelos por los que luchar.

–Y usted, ¿por qué no ha muerto también?

–Yo siempre fui una rebelde –exclamó, echándose a reír.

Aquel día volví a casa y miré a mi alrededor con ojos distintos, hasta que el sueño empezó a vencerme, a mí y al resto de los hombres.