Aunque para muchos la historia de Wesley Key es una simple leyenda urbana, una de esas historias que alguien ha oído de alguien, que dice ser amigo de alguien que le conoció, lo cierto es que, por raro que parezca, sucedió realmente.
Wesley vino al mundo en un bloque envejecido de pisos de Bay Ridge, entre los vapores de la ginebra con la que una vieja comadrona le limpió las heridas del cordón umbilical. He llegado a pensar que, aquellos efluvios etílicos que envolvieron su cerebro sin formar, fueron los que a la postre determinaron su extraño destino.
Yo le conocí años después, cuando mi padre perdió su empleo en Manhattan y tuvimos que trasladarnos. Fue el día en que hicimos la mudanza, Wesley estaba sentado en las escaleras de mi futura vivienda jugando con una pelota mugrienta observándonos desempacar. Recuerdo que me llamó poderosamente la atención la sincera y amplia sonrisa con la que nos recibió, en la que faltaban las palas y colmillos superiores. Cuando nos hicimos amigos, me contó que había perdido los dientes en una apuesta. Se había empeñado en que era capaz de abrir una botella de cerveza con los dientes. Lo que no sabía es que habían pegado la chapa. Cuando Wesley se dio cuenta de que le habían tomado el pelo, no se dio por vencido y, al final, acabó con veinte dólares en el bolsillo y los dientes totalmente destrozados.
Sus primeros problemas con el alcohol empezaron cuando su padre murió en un accidente en los muelles. El seguro a penas cubrió los gastos del entierro por lo que su madre tuvo que empezar a trabajar durante todo el día. Wesley, con apenas catorce años, se vio obligado a abandonar el colegio y a empezar a repartir periódicos. En Brooklyn y en pleno invierno repartiendo diarios por las esquinas, la única manera que encontró para combatir el frío fueron las viejas botellas de ginebra que su padre guardaba en casa.
Siempre me lo encontraba en la esquina de la calle, con su sonrisa desdentada y burlona y el bulto de una pequeña petaca bajo su desgastada chaquetilla de franela. Al acabarse la ginebra pasó al whiskey barato que vendían a granel en las bodegas de los hermanos Cowen; dos inmigrantes irlandeses con pocos escrúpulos para dar alcohol a menores. Con dieciséis años conocía ya todos los bares y tabernas de Brooklyn. Sin embargo, a pesar de haberle visto beber una y otra vez, día tras días, jamás le había visto borracho. Era como si las bebidas no tuviesen efecto alguno sobre él.
Recuerdo especialmente el día en que los Brooklyn Dodgers consiguieron derrotar a los Yanquis de Nueva York y ganar la Liga Mayor de Béisbol. Todos los jóvenes salimos a las calles a celebrarlo y, aunque Wesley bebió sin parar durante toda la noche, cuando las luces del nuevo día despuntaron, él seguía tan fresco como una lechuga mientras la mayoría de nosotros estábamos borrachos o inconscientes
Ni siquiera cuando Betty Langrage, la única mujer de la que fue capaz de enamorarse, murió atropellada por un conductor ebrio, Wesley fue capaz de emborracharse. Bebió y bebió durante días, pero jamás le vi mostrar el menor signo de que el alcohol le estuviese afectando.
Una vez le pregunté por qué bebía de aquella manera si no era capaz de emborracharse, ni siquiera de alegrarse con una copa.“Porque tengo la esperanza de que alguna vez el alcohol consiga borrar de mi vida todo lo que me ha salido mal” me respondió.
Poco a poco, su inusual inmunidad al alcohol fue convirtiéndole en toda una celebridad. Le apodaron Whiskey, haciendo un desafortunado juego de palabras con su nombre, y los retos en bares o tabernas empezaron a sucederse. Todo el mundo quería saber hasta dónde era capaz de llegar, pero el resultado era siempre el mismo; su oponente derrumbado, incapaz de levantarse del asiento por sí mismo, y Wesley pidiendo una copa más.
Por eso, cuando un nuevo local en Williammsburg anunció que ofrecería, a todo el que acudiese el día de su inauguración, cuanto alcohol fuese capaz de consumir, fuimos muchos los que pensamos que Wesley no se perdería la oportunidad de demostrar una vez más su peculiar habilidad.
El día de la inauguración había cientos de personas apretujándose en la puerta del local. Estaba a punto de irme, convencido de que no podría pasar, cuando divisé a Wesley junto a la entrada. Con una mano me hizo un gesto para que le acompañase al interior. Cuando llegué a su altura me comentó en voz baja “hoy puedo conseguirlo, por una vez no tendré que preocuparme por el dinero”. Intenté persuadirle, pero su decisión era inquebrantable, así que decidí acompañarle al interior.
En una mesa habían preparado varias botellas de whiskey y un hombre, cuya corpulencia frente a la fragilidad física de Wesley parecía presagiar una dura contienda, esperaba ansioso mostrando un fajo de cien dólares en su mano. Wesley depósito otros cien dólares para cubrir la apuesta y se sentó frente a él. Los pequeños vasos de Whiskey empezaron a desaparecer uno tras otro, mientras ambos hombres bebían por turnos. El duelo duró más de una hora, hasta que finalmente el grueso oponente de Wesley, que apenas era ya capaz de levantar su bebida, rechazó la nueva ronda incapaz de continuar. Hicieron falta tres hombres para ayudarle a salir de local.
Creía que allí acabaría todo, pero Wesley no pensaba igual. Ante el asombro general, juntó todo el dinero ganado y lo puso en la mesa, repitiendo la apuesta. Aquello me asustó. Wesley había bebido casi dos botellas de whiskey y continuar me parecía demasiado peligroso. Intenté convencerle de que abandonase pero se limitó a reír, mirándome con una extraña expresión de seguridad que no supe interpretar. Intenté levantarle por la fuerza, pero rápidamente dos matones del local me sujetaron por los brazos inmovilizándome.
El duelo se repitió no una sino tres veces más, ante mi mirada horrorizada y la fascinación asombrada del público. Nadie era capaz de comprender como aquel pequeño cuerpo podía soportar tan increíble castigo sin mostrar signo alguno de embriaguez.
Cuando el cuarto hombre tuvo que ser retirado entre vómitos, Wesley me miró de nuevo y puedo jurar que aquella mirada fue la más clara y limpia que le vi jamás. Su serenidad era increíble. Con un gesto de la mano dio por terminadas las apuestas y se levantó, recogiendo todas sus ganancias. Después, se acercó hasta mí pidiendo que me soltasen.
Me miró sonriendo e introdujo el dinero en el bolsillo de mi chaqueta, susurrándome al oído: “No lo necesito, por fin lo he conseguido”. Cuando, confundido, intenté impedir que introdujese aquel montón de dólares arrugados en mi bolsillo, el tacto de su piel me hizo asustarme de tal manera, que di un paso hacia atrás tambaleándome. Su mano estaba húmeda, resbaladiza y era extrañamente flexible. Tuve la impresión de que algo horrible le estaba pasando. Wesley dio un paso atrás sonriendo de nuevo. No puedo explicar el espanto que sentí al ver su dentadura completa milagrosamente.
Todas las personas que estaban en el bar se dieron cuenta de que algo extraño estaba sucediendo. El silencio era sepulcral. Poco a poco se fueron alejando, apretujándose en los límites del local, pero incapaces de abandonarlo, como si presintiesen que, aunque horrible, lo que estaba ocurriendo era algo fascinante que debían presenciar.
Wesley cerró los ojos y eso fue el principio. Sus rasgos empezaron a diluirse, como si su rostro no fuese más que una máscara de cera a punto de derretirse. Su piel comenzó a volverse traslúcida, a la vez que todo su cuerpo empezaba a contraerse. Ante los ojos atónitos de todos los que estábamos allí, Wesley Key fue perdiendo coherencia física a medida que su cuerpo se diluía. En apenas unos minutos, lo único que quedaba de él era un charco de líquido transparente y un montón de ropa empapada.
No hace falta decir que se formó un gran escándalo cuando la gente, completamente espantada, abandonó el local, unos gritando y otros totalmente descompuestos ante el horrible espectáculo. Cuando la policía llegó, lo único que pudo certificar era que había un charco de whiskey y un montón de ropa en medio del local.
En los periódicos se dijo de todo, desde que se había tratado de una alucinación colectiva, hasta que la bebida estaba adulterada con algún alucinógeno que produjo el pánico general. El local, del que ya nadie recuerda el nombre, fue cerrado y en su lugar se construyó una torre de apartamentos.
Hoy en día, Wesley Key se ha convertido en un mito, pero era mi amigo y yo estuve con él aquella noche. Por eso, cuando alguien en tono de burla me cuenta la leyenda de un hombre llamado Whiskey, me levantó y saco de un cajón de mi cómoda un pequeño fajo de dólares, en el que existe una extraña huella dibujada, la huella de una mano húmeda que, aún hoy, huele terriblemente a whiskey barato.
FIN
Espero que hayáis disfrutado la lectura de esta obra. Podéis encontrarla, junto a otros relatos, en mi antología «Historias en el Límite Volumen II»
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