Agorafobia, un historia sobre el confinamiento
Agorafobia, una historia sobre el confinamiento

Hoy quiero traeros mi relato «Agorafobia, una historia sobre el confinamiento«. Fue publicado inicialmente en el volumen de mi colección de relatos cortos «Historias en el límite I«. En él, intento recordar que el peor de los confinamientos no es el de nuestros cuerpos, sino el de nuestras mentes. Espero que os guste.

Por último, antes de dejaros con la historia, os recuerdo que «Historias en el límite I» estará en descarga gratuita durante toda esta semana en Amazon, tal y como os anunciaba en mi anterior post. Por cierto, infinitas gracias a todos por la excelente acogida que ha tenido la iniciativa y no dudéis en ofrecerme vuestras impresiones sobre las obras.

Agorafobia, una historia sobre el confinamiento

Soy agorafóbico, padezco la enfermedad desde hace más de cinco años y, desde entonces, he ido empeorando progresivamente hasta sumirme en una parálisis social y emocional absoluta. A pesar de todo, ahora mismo me encuentro andando en medio de una calle totalmente desierta y no siento ansiedad ni nauseas. Lo único que siento es un terror atroz, tan terrible y angustioso que hasta la fobia que me ha robado la vida ha pasado a un segundo plano. Pero, será mejor que empiece por el principio…

Todo empezó esta mañana cuando, al despertarme con las primeras luces del amanecer, me llamó la atención el silencio reinante. Delante de mi casa hay un colegio y el bullicio de los infantes al acudir a las clases me despierta cada día, sin embargo, no se oía más que el ulular del viento en rachado. Aquello supuso para mí una profunda turbación y malestar.

Me asomé con precaución a la ventana, ya que el mero hecho de afrontar la amplitud del exterior se convertía para mí en una fuente de nerviosismo e inquietud, y comprobé con perplejidad que la calle estaba desierta. El colegio estaba cerrado y ni una sola persona transitaba por las inmediaciones.

Cuando todas las terapias y los tratamientos para curar mi enfermedad fracasaron, me refugié en una existencia aislada y llena de comportamientos rutinarios y repetitivos, que me resultaban consoladores. Por eso, me pareció tan preocupante aquella incomprensible alteración de mi quehacer diario.

Intenté apartar los nubarrones que se cernían sobre mi mente y me forcé a emprender mi vida diaria como si nada ocurriese, pero no tardé en sufrir un nuevo sobresalto. Cuando fui a recoger la comida para pasar el día, que me traían del supermercado cada mañana dejándola frente a mi puerta, descubrí que no había nada. Mi corazón se aceleró de forma desbocada y no tuve más remedio que cerrar la puerta, sentándome en el suelo para recobrar el aliento. Cuando recuperé la calma, decidí llamar por teléfono para averiguar por qué habían suspendido el servicio. Busqué el número del supermercado y descolgué el auricular para marcar… ¡No había tono de llamada!  

Sentí como mis piernas temblaban y el aire comenzaba a escasear en mis pulmones. Intenté respirar con lentitud para evitar hiperventilarme, mientras me decía a mi mismo que sólo era un fallo de la línea. A duras penas logré controlar mi ansiedad lo suficiente para que mi respiración se normalizase poco a poco. Finalmente, conseguí recuperar el dominio de mi mismo. Estaba agotado por lo que descasé en un sillón durante algunos minutos intentando ordenar mi mente y decidir qué hacer.

Aunque extraña, aquella situación podía deberse a la mera casualidad por lo que pensé que, si actuaba con tranquilidad, podría volver a mis rutinas diarias en poco tiempo. Más calmado, decidí distraer la mente durante un rato mientras esperaba que la línea se recuperase o apareciesen los encargados del supermercado. Encendí la vieja cadena de música y estuve escuchando algunos CD de música New Age en busca de la relajación perdida.

Fue mientras mi mente se perdía entre aquellos acordes sinuosos y suaves, cuando me di cuenta de lo que podía estar pasando. Como en una repentina revelación comprendí que debía tratarse de algún tipo de accidente. Se me ocurrió que podía haber sucedido algo grave, capaz de interrumpir la línea telefónica y obligar a suspender las clases e impedir la apertura del supermercado.

Por primera vez desde hacía años, eché de menos la televisión que en aquellos momentos hubiese sido la mejor fuente de información. Cuando mi enfermedad alcanzó su cenit, tuve que deshacerme de ella porque, ni siquiera en la pantalla, era capaz de aguantar la visión de zonas amplias o multitudes.  En su lugar, me hice adicto a la radio y al ordenador, como mis métodos de comunicación exclusivos con el resto del mundo.

Por eso, encendí el sintonizador de radio con rapidez, en busca de laguna información que aclarase que estaba ocurriendo. Lo único que captaba el aparato era un infinito manto de siseos y ruidos ininteligibles. Probé a cambiar de cadena buscando cualquier emisora al azar, pero todo el espectro radiofónico estaba completamente silencioso. Por un instante pensé que el accidente podía haber afectado también a la radio, pero luego me di cuenta de lo absurdo de aquella idea. El sintonizador parecía funcionar perfectamente y ningún accidente podría haber acallado todas las emisoras en miles de kilómetros a la redonda de forma simultánea.

Creo que en aquel instante de suprema confusión conocí lo que era la histeria por primera vez. En lugar de mis habituales ataques de ansiedad, caí presa de una risa compulsiva que se alternaba con sollozos y lágrimas descontroladas. Me arrojé al suelo y pataleé como un niño pequeño con un antojo irresistible. Aquel estado me duró unos minutos para ser después sustituido por un cansancio abrumador que me hizo dormir, o quizá perder la conciencia, no lo sé. Sólo estoy seguro de que desperté varias horas después tendido sobre la alfombra, con el cuerpo dolorido y encharcado en sudor.

Me levanté tambaleándome con el estómago contraído por el hambre y me dirigí a la puerta, para comprobar si finalmente habían dejado allí mis viandas. Pero mis esperanzas fueron vanas, el descansillo estaba tan vacío como siempre. Desesperado, corrí hacia las ventanas y fui recorriéndolas una a una, gritando por ellas en busca de ayuda, pero no había nadie en el exterior. Era como si toda la humanidad se hubiera refugiado en sus hogares o se hubiese, simplemente, desvanecido.

En aquel momento de pánico pensé en pedir ayuda a mis vecinos. Su puerta se encontraba a menos de dos o tres metros de la mía, una distancia nimia pero que, para mí suponía una barrera tan infranqueable como un muro de hormigón. Decido a intentarlo, a pesar del presumible ataque de ansiedad que sufriría, abrí la puerta de mi casa y me enfrenté a la posibilidad de abandonar mi hogar por primera vez en los últimos cuatro años.

El sudor recorría mi rostro y mi corazón parecía un tambor desbocado, incluso creía percibir como mi pecho se movía por la fuerza de sus impactos. Respiré varias veces profundamente y, cerrando los ojos, me lancé al exterior. A penas di dos pasos cuando me encontré frente a la puerta de mis vecinos. Busqué a tientas el interruptor de llamada y lo pulsé de forma frenética. Esperé algunos segundos intentando controlar las fuertes nauseas que sentía, pero nadie respondió. Insistí, pero siguió sin haber respuesta. Entonces, desesperado, comencé agolpear la puerta con mis puños, descubriendo para mi asombro que estaba abierta.

Entré sin pensarlo. Todo estaba silencioso. Recorrí las habitaciones una tras otra, descubriendo todo en un perfecto orden. Cada cama perfectamente echa, los cajones cerrados, los suelos, paredes y ventanas pulcramente limpios y los grifos brillantes y pulidos como si fueran nuevos. Era como si allí no viviese nadie y aquel lugar no fuera más que el decorado de un piso piloto.

Mi estómago se contrajo por el hambre, por lo que corrí a la cocina en busca de algo de comida, pero no había nada. El frigorífico estaba tan vacío y pulcro como el resto del piso. Caí de rodillas y empecé a sollozar incapaz de comprender lo que estaba ocurriendo. Fuera de mí me arañe con fuerza un brazo, convencido de que aquello sólo podía ser un sueño, una pesadilla perversa en la que mi perturbada mente me había atrapado. Pero lo único que sentí es un lacerante dolor mientras la sangre brotaba tímidamente de la herida recién abierta.

No sé el tiempo que permanecí allí postrado, derrotado y confundido como nunca antes lo había estado. Sé que por mi mente desfiló mi vida como si alguien jugase con el mando a distancia de mi memoria. Recuerdos del pasado y esperanzas de futuro perdidas se mezclaron en mi conciencia hasta hacer que algo en mi interior se rompiese en mil pedazos. Pedazos que después se recompusieron para formar algo nuevo y distinto. Algo que me hizo levantarme con decisión, olvidando por completo los malestares de mi cuerpo, y salir al exterior del edificio sin sentir ya ansiedad ni palpitaciones.

Lo único que ahora siento es una seguridad y determinación totales de luchar contra este terror que me atenazaba. Por eso estoy ahora aquí, viendo desfilar ante mí una fila interminable de casas, parques, calles y plazas, sumidas en un silencio y vacío totales.  Un vacío que se me antoja un reflejo del mío propio.

De pronto creo oír algo, una voz lejana.

“Tres”

Siento un escalofrío.

“Dos”

Empiezo a recordar.

“Uno”

Miró a mi alrededor y me encuentro tumbado en un diván con la cara sonriente de un hombre sobre mí.

Como le prometimos, acabamos de eliminar su fobia mediante la inducción hipnagógica de un sueño específicamente diseñado. Espero que esté satisfecho, y no olvide que la garantía le cubre la no reaparición de los síntomas en al menos dos años”.