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El Perdón de J.C.Boíza

«El perdón», un relato de J. C. Boíza

Hoy os traigo uno de mis relatos cortos aparecido originalmente en mi obra «Historias en el Límite I». Espero que os haga pasar un rato entretenido y lleno de misterio.


Lo que a continuación voy a relatar es uno de los casos más perturbadores a los que he tenido la desgracia de enfrentarme en mi carrera policial. Se trata de una reconstrucción realizada a partir del material informático encontrado en el lugar de los hechos. La naturaleza de los sucesos narrados es tan extraña que me atrevo a recomendar al lector que, si tiene aprecio a su propia cordura, lo considere una mera ficción surgida de mi imaginación.


John Voight llevaba más de una hora enfrascado en uno de los múltiples chats que visitaba frecuentemente. A pesar de haber conseguido entablar conversación con algunas candidatas prometedoras, ninguna había captado su interés lo suficiente. Aunque su hambre era voraz y había pasado ya demasiado tiempo desde que lo saciase por última vez, decidió abandonar la búsqueda.

Estaba a punto de apagar el ordenador, cuando una ventana se abrió en el escritorio; era una solicitud de conversación privada. A pesar de que el mensaje era corto y sencillo, le provocó un escalofrío de inmediato.

God> Hola John.

Quién estuviese al otro lado de la línea, conocía su nombre real, a pesar de que estaba seguro de haber cubierto sus huellas de forma absolutamente perfecta. Pensó en apagar el equipo e ignorar el mensaje, pero luego se dijo a si mismo que era mejor intentar averiguar quién se escondía tras aquel prepotente apodo.

RedRoom> Te equivocas, no me llamo John, ¿quién eres tú?

God> Dios.

RedRoom> ¿Estás diciendo que eres Dios?

God> ¿No crees que lo sea?

RedRoom> Ni por un momento.

God> ¿Y cómo puedo saber quién eres, John?

RedRoom> No sé por qué piensas que me llamo así, pero te repito que te equivocas.

God> El único que se equivoca eres tú, John. Soy Dios y lo sé todo sobre ti.

Voight sintió como las manos le comenzaban a sudar, mientras miraba con incredulidad la pantalla. Volvió a pensar en apagar el equipo, pero luego tecleó, furioso, una nueva respuesta.

RedRoom> ¡No sabes nada de mí!

God> Sé la angustia que sentías cuando tu padre te castigaba. Sé cómo te encerraba en el sótano maloliente de tu casa en Brooklyn, rodeado de ratas y cucarachas, y cómo tu angustia y dolor se transformaba en rabia y amargura. Sé como pagabas tu odio con los pequeños roedores, que aprendiste a coger con tus manos y estrangular lentamente, y sé cómo, sentir su frágil vida escaparse entre tus dedos, te causaba un gran alivio y placer.

Voight retrocedió asustado en su silla. Intentó aclarar su mente y comprender cómo alguien podía conocer detalles tan íntimos de su vida. Una idea empezó a abrirse camino en su mente: tenía que tratarse de la policía. Seguramente al final habían descubierto su identidad y se habían infiltrado en los chats para buscarle. Probablemente sólo sospechaban e intentaban que él mismo se traicionase, utilizando datos biográficos deducidos a partir de su historial. Pero no lo iban a conseguir. Él siempre había ido un paso por delante de ellos y seguiría haciéndolo porque era más listo e inteligente de lo que ningún policía llegaría a ser jamás. Si querían jugar al gato y al ratón, jugaría…

RedRoom> Una historia interesante pero no tiene nada que ver conmigo. Para ser Dios estás muy confundido; te aseguro que tuve una infancia muy feliz.

God> ¿Feliz? ¿Eras feliz, John, cuando tu madre murió con el cuello cortado por tu padre medio borracho? Sólo tenías ocho años y viste como su sangre salía a borbotones mientras sus ojos perdían su luz hasta fundirse en la negrura. Ella fue la primera mujer que viste morir… ¡Y te gustó!

RedRoom> Creo que el que disfruta eres tú diciendo estas barbaridades. Algo paradójico para alguien que dice ser Dios ¿no?

God> Sé que piensas que soy un policía, John, pero no intento meterte en la cárcel. Lo único que pretendo es demostrarte la verdad de mis palabras. Dime, ¿podría un policía saber lo que guardas en la nevera escondida de tu sótano?

Voight se estremeció, levantándose de su silla con frustración. Era imposible que lo supiera, ningún policía podía saber algo así ni deducirlo de un simple expediente. Empezó a andar nervioso de un lado a otro de la pequeña habitación, incapaz de decidir qué hacer. En un arranque de desesperación tiró del cable de alimentación del ordenador desconectándolo. El monitor se apagó con un chasquido pero, sólo unos pocos segundos después, volvió a encenderse mostrando en la pantalla una nueva frase.

God> Huir no es una opción, John. No puedes huir de Dios. Vuelve a sentarte y deja que te explique lo que quiero de ti.

Voight no podía dar crédito a lo que estaba pasando. Su ordenador estaba funcionando a pesar de estar desenchufado y aquel demonio parecía saberlo todo sobre él e incluso parecía leer sus pensamientos. La única explicación es que alguien que se había infiltrado en su casa descubriéndolo todo. Seguramente había manipulado su instalación e incluso le había colocado dispositivos espía por todo el piso; por eso conocía sus movimientos y reacciones. Pero no podía ser un policía porque, si fuese así, ya estaría en la cárcel esperando una sentencia de muerte. Puede que intentase hacerle algún tipo de chantaje.

RedRoom> ¿Qué quieres de mi exactamente?

God> Lo que quiero es ofrecerte mi perdón, John, y lo único que te pido a cambio es que me expliques por qué lo has hecho, sólo eso.

Voight deslizó el ratón con cuidado por la pantalla hasta encontrar un programa rastreador, capaz de devolverle en unos segundos la dirección IP y la localización geográfica de su interlocutor con gran precisión.

RedRoom> Si quieres saber el por qué, te lo diré. Lo hice porque era la mejor manera de demostrarle al mundo mi valía y mi superioridad. Cometí las peores atrocidades que fui capaz de imaginar porque quería comprobar si el mundo sería capaz de descubrirme y, … ¿sabes qué? No lo fue. Ni siquiera cuando empecé a mandar mensajes y a dejar algunas pistas, los mejores sabuesos del cuerpo de policía fueron capaces de encontrarme. Y eso es porque soy mucho más inteligente y tengo la fuerza y capacidad que ellos no tendrán nunca.

En la pantalla, el programa rastreador se obstinaba en devolver una y otra vez el mismo mensaje: Reintentando…

God>  ¿Qué sentías al hacerlo, John?

RedRoom> Poder y control. Ver, como sus ojos reflejaban un miedo atroz ante mi mera visión, mientras las tenía encerradas, y cómo suplicaban mi perdón, como lo hubiesen hecho ante la cólera del mismo demonio, me proporcionaba el mayor placer que puedas imaginar. Soy peor que el propio Satanás, controlé su vida y administré su muerte y nadie pudo impedírmelo. Dime, tú, que dices ser Dios, ¿me darás ahora tu perdón?

God> ¡Claro! Es más, te daré tu recompensa porque tenías razón.

Voight miró con perplejidad el monitor. El rastreador seguía sin devolver ningún dato útil.

RedRoom> ¡Razón!… ¿En qué?

God> En que no soy Dios.

Un calor insoportable empezó a invadir el cuerpo de Voight, comenzando en medio del tórax y extendiéndose rápidamente al resto de su cuerpo. Chilló con fuerza y desesperación, mientras sentía su cuerpo consumirse por las llamas. En su agonía pudo distinguir una risa lejana y una última frase llegó a su mente “No me gusta que se comparen conmigo”.


John Voight fue conocido en los medios como “El Degollador”. Durante un periplo de diez años se especializó en secuestrar, violar, torturar y degollar, finalmente, a más de veinte mujeres, entre los dieciséis y los treinta y dos años de edad. Solía captar a sus víctimas mediante Internet para luego ganarse su confianza y secuestrarlas. Fue encontrado muerto, víctima de un incendio, del que no trascendieron detalles a la opinión pública.

Lo que no se contó es que Voight apareció consumido completamente por las llamas, de tal forma que sólo su dentadura y sus pies permanecieron intactos. El resto del cuerpo se carbonizó en su totalidad, sin que, paradójicamente, nada del mobiliario sufriese daño alguno. Ni siquiera la silla en la que se encontraba sentado mostraba rastros de quemaduras, tan sólo se encontró el montón de cenizas en que el cuerpo se había convertido.

En un frigorífico oculto en el sótano se encontró una macabra colección de globos oculares perfectamente conservados, que había extraído cuidadosamente a sus víctimas. Sin embargo, lo más asombroso fue que, la primera persona en encontrar el cuerpo, un vecino que acudió alentado por los gritos, aseguró que el monitor del ordenador aún permanecía encendido cuando llegó, a pesar de que el cable de alimentación se encontraba desconectado. Además, dijo recordar perfectamente que en la pantalla se mostraba el siguiente mensaje:

Localización: Desconocida – IP: 6.6.6

FIN

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El Día del Libro 2020, en confinamiento.

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El Día del Libro 2020

Hoy celebramos, el Día del Libro 2020, aunque lamentablemente  en confinamiento.  De entrada, pueda pensarse que éstas no son las condiciones ideales, lo cierto es que la literatura es una puerta abierta a otros mundos.

¿Puede haber una manera mejor de olvidar, nuestro circunstancial encierro en casa, que leer un buen libro?

El Día del Libro se celebra desde 1988, en que fue promovido por la UNESCO. Se escogió el 23 de abril porque coincide que este día murieron, algunos de los escritores más importantes de todos los tiempos como: Miguel de Cervantes, William Shakespeare, Inca Garcilaso de la Vega, William Wordsworth o Josep Pla. Y nacieron otros grandes autores como Manuel Mejía Vallejo o Maurice Druon, entre otros.

En España se empezó a celebrar en 1926 gracias a un Real Decreto dictado por Alfonso XII, que establecía oficialmente la «Fiesta del Libro Español».

Personalmente lo celebraré como siempre leyendo y escribiendo, como no puede ser de otra manera. Y como regalo os dejo un pequeño relato, que escribí hace ya un tiempo, adaptado para la ocasión:

Un tuerto y un cojo se encuentran en una librería de viejo de un lugar indeterminado de Madrid. El frio arrecia en el exterior y el olor a polvo añejo y papel gastado inunda las innumerables estanterías del solitario establecimiento, mientras un cansino villancico entona repetitivamente su tintineante melodía.

EL TUERTO Y EL COJO, EL DIA DEL LIBRO 2020
(POR WHATSAPP)

EL TUERTO: ¿Cómo andas con esto del confinamiento?

EL COJO: Pues ya ves, buscando lectura para el Dia del Libro.

EL TUERTO: Sabía que te vería por aquí, ¿Qué libro andas buscando este año?

 EL COJO:  No lo tengo muy claro, ¿y tú? ¿Le has echado el ojo a alguno?

EL TUERTO: La verdad es que no, aún ando un poco despistado. Este año se han publicado cosas muy interesantes y no sé por qué decidirme.

EL COJO: Eso me pasa a mí, que no quiero meter la pata.

EL TUERTO: Igual hay que volver la vista atrás y recuperar los clásicos de toda la vida. Me apetece volver a poner la vista encima de Dickens y su Cuento de Navidad o volver a leer El Cascanueces de Hoffman o Los Cuentos de Andersen.

EL COJO: Creo que tienes razón. ¡Hay que andar con pies de plomo! Hay demasiado bestseller con exceso de promoción por algunos anaqueles.

EL TUERTO: La industria de la literatura está ciega. Promociona obras insulsas y deja pasar a su lado obras de grandes autores, que por desconocidos nadie apuesta por ellos.

EL COJO: De todas formas deberías echar un vistazo a algunas de las obras publicadas este año como La madre de Frankenstein de Almudena Grandes, A corazon abierto de Elvira Lindo o Los Asquerosos de Santiago Lorente.

EL TUERTO: Puede que lleves razón, pero aún sigo sin verlo claro.

EL COJO: ¡Anda!… Este libro no le conocía.

EL TUERTO: A ver…

EL COJO: Es gratis en Amazon hoy y mañana y se titula Sabor a tierra, creo que es lo que andaba buscando. ¿Tú cómo lo ves?

EL TUERTO: Creo que no andas desencaminado. Tiene buena pinta..

EL COJO: Por fin una obra con los dos pies en el suelo, creo que me la llevaré.

 EL TUERTO: Me has abierto los ojos, yo también me la llevaré.

 EL COJO: ¡Nos vemos el año que viene!.

EL TUERTO: ¡Anda con Dios!

Espero que no os moleste la sutil publicidad a mi novela: «Sabor a tierra«. Casi no se ha notado. Aprovechad que sólo quedan dos días más para que podías descubrir gratis… la verdad enterrada bajo un puñado de tierra manchada de sangre.

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FUE EN AQUEL MOMENTO

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Fue en aquel momento, mientras miraba estúpidamente un monitor de ordenador que, dividido en porciones cuadriculadas, mostraba cada una de las habitaciones de mi casa, cuando supe que no aguantaba más. Estaba allí, observando como un supuesto experto en el más allá intentaba arreglar mi vida con artilugios sacados de una mala película americana. Era un hombre pequeño, menudo, que se afanaba en escudriñar el monitor, una y otra vez, parando tan sólo de vez en cuando para tomar un sorbo del café más cargado y maloliente que he visto en toda mi vida.

–¡Ahí lo tenemos¡– exclamó emocionado, señalándome con el índice un rectángulo de la pantalla que mostraba mi dormitorio envuelto en las sombras de la noche.

Un pequeño fulgor blanquecino empezaba a tomar forma justo encima de mi cama de matrimonio. Sentí nauseas al verlo adquirir los contornos de un ser humano, que parecía flotar burlonamente sobre las sábanas revueltas del lecho. Pensé en mi mujer y en como esa cosa la había estado poseyendo, noche tras noche, haciéndola gritar con desesperación, al sentir como manos invisibles manoseaban sus pechos e introducían sus dedos incorpóreos entre sus nalgas. Yo me despertaba asustado por sus gritos y le decía, como un estúpido, que sólo había sido una pesadilla.

Después, fue mi hija la que empezó a tener problemas. Siempre había sido una alumna brillante y una niña muy tranquila, sin embargo, empezó a volverse violenta con sus compañeros y sus notas cayeron en un pozo sin fondo. Su tutora me llamó para advertirme de su repentina transformación y yo sólo supe decir que era una fase difícil de su infancia.

Me negaba a ver las evidencias delante de mis ojos. Ni siquiera, cuando mi mujer se despertaba gritando en medio de la noche o mi hija venía a nuestra habitación, encharcada en sudor y suplicando que la dejásemos dormir con nosotros, fui capaz de admitir que algo estaba interfiriendo con nuestras vidas; algo ajeno y maligno.

Una noche volví tarde del trabajo. Estaba cansado y enfadado de pelearme con un balance de cuentas que se negaba a cuadrar una y otra vez, por lo que, cuando llegué a casa en plena madrugada, decidí ir a la cocina y relajarme tomándome una infusión antes de dormir. Me acerque a la cocina, sin encender las luces para no despertar a mi mujer y mi hija, y fue entonces cuando lo vi. Al principio no supe de qué se trataba, tan solo percibí una silueta fugaz en el espejo del pasillo, que  me hizo girar la cabeza.  Detrás de mí, algo surgió de las sombras, casi como si estuviese hecho de un desgarro de la misma oscuridad; parecía un hombre. Sus facciones, negras como la noche misma, mostraban un odio profundo que retorcía sus rasgos de forma grotesca. Perdí la respiración y caí de espaldas sin poderlo evitar, mientras esa cosa se precipitaba sobre mí. Sólo fue un instante, pero noté como mis entrañas ardían al ser atravesado por la incorpórea figura. El dolor y la impresión fueron tan grandes que quedé inconsciente hasta la mañana siguiente, en que mi mujer me encontró tendido en medio del pasillo.

Después de aquello, ya no pude negar por más tiempo lo que estaba sucediendo. Comprendí que todo lo que mi mujer y mi hija llevaban meses contándome era cierto. Pero ya era demasiado tarde, mi matrimonio estaba herido de muerte. Leía el desprecio de mi mujer en su mirada cada día, incapaz de perdonarme que no hubiese creído en ella, dejándola impotente en manos de aquella abominación noche tras noche.

Decidí acudir al sacerdote de la parroquia del condado, confiando en que con su intervención las cosas mejorarían. Cuando le conté lo que nos estaba ocurriendo, el religioso me miró con sorpresa e incredulidad. Después de implorarle ayuda, como no lo había hecho nunca con nadie, accedió a regañadientes a bendecir nuestra casa e intentar así expulsar cualquier presencia maligna que pudiese haber. No funcionó. El sacerdote realizó su número religioso, arrojando agua bendita en cada habitación, a  la vez que entonaba una serie de salmos extraídos de la Biblia, pero la presencia que nos atormentaba siguió allí, burlándose de nosotros día tras día.

Una mañana, mi mujer me dijo que no lo soportaba más y, cogiendo a mi hija, se fue de casa sin darme ni siquiera opción a protestar. Cuando se subió al coche, en la  tristeza y decepción de su última mirada, comprendí que nunca volvería a estar a mi lado. A pesar de todo, yo no estaba dispuesto a ceder e irme también; aquel era mi hogar y me había costado demasiado levantarlo, para dejármelo arrebatar por nadie ni por nada.

Me obsesioné, consulté con expertos, leí libros y acudí a conferencias. Probé toda clase de rituales y ceremonias, pero la entidad siguió allí, haciéndose, con cada victoria suya y derrota mía, más y más fuerte. Cada noche me despertaban sus pasos, gritos y burlas. En varias ocasiones se presentó en mi propia habitación, torturándome con su presencia y arrojando muebles y utensilios contra las paredes. Podía sentir su odio y desprecio impregnando cada esquina de mi hogar.

Una mañana recibí una carta de mi empresa; era el despido. Acababa de pedir un permiso para buscar a un nuevo experto que pudiese ayudarme, pero en mi trabajo ya estaban hartos de mis continuas faltas y de mis errores contables, cada vez más frecuentes. Aquello, en lugar de hacerme comprender que debía abandonar aquella lucha, incrementó mi rabia y determinación, por lo que decidí utilizar todos mis recursos en contratar a un equipo de científicos especializados en lo sobrenatural, que acabasen de una vez por todas con la monstruosidad que se había apoderado de mi vida.

ansiedad

Sin embargo, ahora, mientras observaba en el monitor, que con su mosaico de imágenes cuadriculadas parecía burlarse del rompecabezas en que mi mundo se había convertido, como la odiosa figura se corporeizaba, una vez más, para continuar su eterna burla de todo lo que para mí era sagrado, algo se rompió en mi interior definitivamente.

El parapsicólogo que estudiaba el fenómeno se volvió hacia mí sonriendo ampliamente.

–¡Es maravilloso!­– exclamó.

Aquello fue demasiado para mí. Aquel hombrecillo sentía admiración por el monstruo que había estado destrozado mi mundo hasta convertirlo en un lodazal irreconocible. ¡Sentía admiración! Me acerqué a él y le propiné un puñetazo que le hizo caer de bruces en el suelo de la habitación, sorprendido y asustado. En otra época le hubiese pedido disculpas, ayudándole a levantarse de inmediato, pero, en lugar de eso, le pedí a gritos que abandonase de inmediato mi casa. El pobre tipo salió corriendo a trompicones, sin comprender nada, pero convencido de que hablaba muy en serio.

Entonces supe por fin lo que tenía que hacer para poner fin a aquella pesadilla. Me dirigí a mi habitación y, sin dirigir ni una mirada al espectro que en ella se debatía por terminar de corporeizarse, abrí inmediatamente la cómoda, donde guardaba una pequeña escopeta de cañones recortados. Extraje dos cartuchos del cajón y los introduje en la recamara. Sin pensarlo, apoyé el cañón del arma sobre mi barbilla y apreté el gatillo. Ni siquiera oí el ruido del disparo, sólo me desplomé en el suelo. Lo último que vi fue como una mancha de sangre goteaba en el techo de la habitación. Todo se volvió rojo….

………………………

Lo primero que vi al despertar fue mi propio cuerpo tendido a mis pies y empapado en sangre, no sentí nada por él, tan sólo curiosidad. No había olores, no había sonidos, no había sensaciones, todo era un vacío en mi interior. Sólo había una cosa que permanecía y que animaba mis movimientos; mi odio.

Me giré hacia el lecho. El espectro que me había atormentado, me miraba desde allí. Sus rasgos ya no parecían tan grotescos y repulsivos, tan sólo despreciables. Sentí como la ira se apoderaba de mí. Por primera vez vi el miedo pintado en su rostro, el mismo miedo que debía haber visto en mí y en mi familia durante tanto tiempo. Me arrojé sobre él con la velocidad de un pensamiento y la furia de un animal. Intentó defenderse, pero mi odio era mucho mayor que el suyo. Sentí como intentaba agarrarse a los últimos restos de arrogancia y maldad de sus ser para mantener su esencia, pero  mi dolor, desprecio y odio feroz, le barrieron de la existencia, disgregando su esencia a mi paso como la arena ante el viento.

Ahora sólo quedo yo, mi hogar vuelve a ser mío y ya no habrá vivo o muerto que vuelva a violarlo y arrebatármelo nunca más. Sólo siento que, aunque he recuperado mi hogar, nunca recuperaré mi vida.

………………………

(Esta historia pertenece a la recopilación «Historias en el Límite I»)

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El extraño caso de Wesley Key

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El extraño caso de Wesley Key

Aunque para muchos la historia de Wesley Key es una simple leyenda urbana, una de esas historias que alguien ha oído de alguien, que dice ser amigo de alguien que le conoció, lo cierto es que, por raro que parezca, sucedió realmente.

Wesley vino al mundo en un bloque envejecido de pisos de Bay Ridge, entre los vapores de la ginebra con la que una vieja comadrona le limpió las heridas del cordón umbilical. He llegado a pensar que, aquellos efluvios etílicos que envolvieron su cerebro sin formar, fueron los que a la postre determinaron su extraño destino.

Yo le conocí años después, cuando mi padre perdió su empleo en Manhattan y tuvimos que trasladarnos. Fue el día en que hicimos la mudanza, Wesley estaba sentado en las escaleras de mi futura vivienda jugando con una pelota mugrienta observándonos desempacar. Recuerdo que me llamó poderosamente la atención la sincera y amplia sonrisa con la que nos recibió, en la que faltaban las palas y colmillos superiores. Cuando nos hicimos amigos, me contó que había perdido los dientes en una apuesta. Se había empeñado en que era capaz de abrir una botella de cerveza con los dientes. Lo que no sabía es que habían pegado la chapa. Cuando Wesley se dio cuenta de que le habían tomado el pelo, no se dio por vencido y, al final, acabó con veinte dólares en el bolsillo y los dientes totalmente destrozados.

Sus primeros problemas con el alcohol empezaron cuando su padre murió en un accidente en los muelles. El seguro a penas cubrió los gastos del entierro por lo que su madre tuvo que empezar a trabajar durante todo el día. Wesley, con apenas catorce años, se vio obligado a abandonar el colegio y a empezar a repartir periódicos.  En Brooklyn y en pleno invierno repartiendo diarios por las esquinas, la única manera que encontró para combatir el frío fueron las viejas botellas de ginebra que su padre guardaba en casa.

Siempre me lo encontraba en la esquina de la calle, con su sonrisa desdentada y burlona y el bulto de una pequeña petaca bajo su desgastada chaquetilla de franela. Al acabarse la ginebra pasó al whiskey barato que vendían a granel en las bodegas de los hermanos Cowen; dos inmigrantes irlandeses con pocos escrúpulos para dar alcohol a menores. Con dieciséis años conocía ya todos los bares y tabernas de Brooklyn. Sin embargo, a pesar de haberle visto beber una y otra vez, día tras días, jamás le había visto borracho. Era como si las bebidas no tuviesen efecto alguno sobre él.

Recuerdo especialmente el día en que los Brooklyn Dodgers consiguieron derrotar a los Yanquis de Nueva York y ganar la Liga Mayor de Béisbol. Todos los jóvenes salimos a las calles a celebrarlo y, aunque Wesley bebió sin parar durante toda la noche, cuando las luces del nuevo día despuntaron, él seguía tan fresco como una lechuga mientras la mayoría de nosotros estábamos borrachos o inconscientes

Ni siquiera cuando Betty Langrage, la única mujer de la que fue capaz de enamorarse, murió atropellada por un conductor ebrio, Wesley fue capaz de emborracharse. Bebió y bebió durante días, pero jamás le vi mostrar el menor signo de que el alcohol le estuviese afectando.

Una vez le pregunté por qué bebía de aquella manera si no era capaz de emborracharse, ni siquiera de alegrarse con una copa.“Porque tengo la esperanza de que alguna vez el alcohol consiga borrar de mi vida todo lo que me ha salido mal” me respondió.

Poco a poco, su inusual inmunidad al alcohol fue convirtiéndole en toda una celebridad. Le apodaron Whiskey, haciendo un desafortunado juego de palabras con su nombre, y los retos en bares o tabernas empezaron a sucederse. Todo el mundo quería saber hasta dónde era capaz de llegar, pero el resultado era siempre el mismo; su oponente derrumbado, incapaz de levantarse del asiento por sí mismo, y Wesley pidiendo una copa más.

Por eso, cuando un nuevo local en Williammsburg anunció que ofrecería, a todo el que acudiese el día de su inauguración, cuanto alcohol fuese capaz de consumir, fuimos muchos los que pensamos que Wesley no se perdería la oportunidad de demostrar una vez más su peculiar habilidad.

El día de la inauguración había cientos de personas apretujándose en la puerta del local. Estaba a punto de irme, convencido de que no podría pasar, cuando divisé a Wesley junto a la entrada. Con una mano me hizo un gesto para que le acompañase al interior. Cuando llegué a su altura me comentó en voz baja “hoy puedo conseguirlo, por una vez no tendré que preocuparme por el dinero”. Intenté persuadirle, pero su decisión era inquebrantable, así que decidí acompañarle al interior.

En una mesa habían preparado varias botellas de whiskey y un hombre, cuya corpulencia frente a la fragilidad física de Wesley parecía presagiar una dura contienda, esperaba ansioso mostrando un fajo de cien dólares en su mano. Wesley depósito otros cien dólares para cubrir la apuesta y se sentó frente a él. Los pequeños vasos de Whiskey empezaron a desaparecer uno tras otro, mientras ambos hombres bebían por turnos. El duelo duró más de una hora, hasta que finalmente el grueso oponente de Wesley, que apenas era ya capaz de levantar su bebida, rechazó la nueva ronda incapaz de continuar. Hicieron falta tres hombres para ayudarle a salir de local.

Creía que allí acabaría todo, pero Wesley  no pensaba igual. Ante el asombro general, juntó todo el dinero ganado y lo puso en la mesa, repitiendo la apuesta. Aquello me asustó. Wesley había bebido casi dos botellas de whiskey y continuar me parecía demasiado peligroso. Intenté convencerle de que abandonase pero se limitó a reír, mirándome con una extraña expresión de seguridad que no supe interpretar. Intenté levantarle por la fuerza, pero rápidamente dos matones del local me sujetaron por los brazos inmovilizándome.

El duelo se repitió no una sino tres veces más, ante mi mirada horrorizada y la fascinación asombrada del público. Nadie era capaz de comprender como aquel pequeño cuerpo podía soportar tan increíble castigo sin mostrar signo alguno de embriaguez.

Cuando el cuarto hombre tuvo que ser retirado entre vómitos, Wesley me miró de nuevo y puedo jurar que aquella mirada fue la más clara y limpia que le vi jamás. Su serenidad era increíble. Con un gesto de la mano dio por terminadas las apuestas y se levantó, recogiendo todas sus ganancias. Después, se acercó hasta mí pidiendo que me soltasen.

Me miró sonriendo e introdujo el dinero en el bolsillo de mi chaqueta, susurrándome al oído: “No lo necesito, por fin lo he conseguido”. Cuando, confundido, intenté impedir que introdujese aquel montón de dólares arrugados en mi bolsillo, el tacto de su piel me hizo asustarme de tal manera, que di un paso hacia atrás tambaleándome. Su mano estaba húmeda, resbaladiza y era extrañamente flexible. Tuve la impresión de que algo horrible le estaba pasando. Wesley dio un paso atrás sonriendo de nuevo. No puedo explicar el espanto que sentí al ver su dentadura completa milagrosamente.

Todas las personas que estaban en el bar se dieron cuenta de que algo extraño estaba sucediendo. El silencio era sepulcral. Poco a poco se fueron alejando, apretujándose en los límites del local, pero incapaces de abandonarlo, como si presintiesen que, aunque horrible, lo que estaba ocurriendo era algo fascinante que debían presenciar.

Wesley  cerró los ojos y eso fue el principio. Sus rasgos empezaron a diluirse, como si su rostro no fuese más que una máscara de cera a punto de derretirse. Su piel comenzó a volverse traslúcida, a la vez que todo su cuerpo empezaba a contraerse. Ante los ojos atónitos de todos los que estábamos allí, Wesley Key fue perdiendo coherencia física a medida que su cuerpo se diluía. En apenas unos minutos, lo único que quedaba de él era un charco de líquido transparente y un montón de ropa empapada.

No hace falta decir que se formó un gran escándalo cuando la gente, completamente espantada, abandonó el local, unos gritando y otros totalmente descompuestos ante el horrible espectáculo. Cuando la policía llegó, lo único que pudo certificar era que había un charco de whiskey y un montón de ropa en medio del local.

En los periódicos se dijo de todo, desde que se había tratado de una alucinación colectiva, hasta que la bebida estaba adulterada con algún alucinógeno que produjo el pánico general. El local, del que ya nadie recuerda el nombre, fue cerrado y en su lugar se construyó una torre de apartamentos.

Hoy en día, Wesley Key se ha convertido en un mito, pero era mi amigo y yo estuve con él aquella noche. Por eso, cuando alguien en tono de burla me cuenta la leyenda de un hombre llamado Whiskey, me levantó y saco de un cajón de mi cómoda un pequeño fajo de dólares, en el que existe una extraña huella dibujada, la huella de una mano húmeda que, aún hoy, huele terriblemente a whiskey barato.

FIN

Espero que hayáis disfrutado la lectura de esta obra. Podéis encontrarla, junto a otros relatos, en mi antología  «Historias en el Límite Volumen II»

Historias en el Límite (Volumen II)

Hoy os presento el segundo volumen de “Historias en el Límite” en el que continúo la recopilación de mis primeras historias que, por fin ven la luz, después de pasar demasiado tiempo en el desván del recuerdo.

En el mundo de la literatura, como lamentablemente ocurre en muchas otras facetas de la vida, aún existen demasiados prejuicios, por lo que aún hay quien considera lo literatura de “género”, una literatura inferior. Por eso, con estos relatos, que abarcan desde el terror y la fantasía hasta la ciencia ficción, pretendo reivindicar que temas tan complicados como la violencia de género, el abuso infantil o la depresión pueden abordarse en estos géneros literarios, logrando emocionar y conmover, al menos de igual manera que con una literatura más realista.

Si lo he conseguido o no, vosotros sois quienes debéis juzgarlo.

No os lo perdías durante toda esta sema lo podéis conseguir en formato electrónico de forma totalmente gratuita en Amazón:

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