Cabecera Jack el destripador

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Historias en el límite (Volumen I)

Después de la reciente publicación de mi novela “El libro de Toth”, ha llegado el momento de poner en marcha un proyecto que he ido postergando, por uno u otro motivo, durante demasiado tiempo. Se tata de una recopilación de los relatos que durante estos años he ido escribiendo y que me han permitido ganar algunos concursos literarios y, sobre todo, ir mejorando poco a poco como escritor.

Hoy os traigo el primer volumen de los dos que componen la recopilación y lo hago con una semana completa del día 15 al 20 de abril en que podréis descargarlos en Amazón de forma totalmente gratuita.

Espero que os gusten y os pido, por favor, que me dejéis aquí en el blog o en Amazón vuestro comentarios y valoraciones. ¡¡Prometo no censurar ninguna por negativa que sea!!

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María sin nombre

María sin nombre es un relato corto de Juan Carlos Boíza López contenido en «Historias en el Límite»


Aunque llevaba trabajando como enfermera en el hospital más de cinco años, nada me había preparado para lo que me esperaba en la sala de urgencias. Se trataba de una niña de no más de siete u ocho años, en cuyos rasgos se dibujaban las huellas del síndrome de Down. La pequeña miraba con ojos asustados a su alrededor, inconsciente del terrible estado de su cuerpo. La sangre corría sobre su rostro desde una herida punzante, que algún golpe brutal le había producido en pleno cráneo, y en sus brazos se alternaban cortes profundos y crueles quemaduras. No pude evitar recordar como mi padre apagaba sus cigarrillos en mis brazos, como castigo por haber sacado algún suspenso, mientras mi madre apartaba la mirada. Reprimiendo la angustia que sentía ante la saña y brutalidad con la que aquel pequeño cuerpo había sido maltratado, limpié sus heridas, hasta que la introdujeron en el quirófano, donde manos expertas se hicieron cargo de ella.

Al llegar a casa, no podía olvidar la mirada indefensa de aquella pobre niña, por lo que, a la mañana siguiente, lo primero que hice fue preguntar por la pequeña.

– ¡Pobrecilla! – exclamó la jefa de enfermería – ¿Te diste cuenta de que tenía Síndrome de Down?

– Claro– contesté impaciente –, pero ¿cómo está?

– Parece que se recuperará, aunque aún están haciéndole pruebas. Lo malo van a ser las secuelas; no recuerda nada y, en su condición, no parece fácil que recupere la memoria.

– ¿Y su familia?

– ¿Familia? ¿No has leído los periódicos? La encontraron en una cuneta de la carretera y nadie ha denunciado su desaparición. La policía cree que fue su propia familia la que la arrojó desde un coche en marcha.

– ¡Pero eso es monstruoso! – exclamé horrorizada.

– Sí, lo es – contestó la enfermera, bajando la mirada -. Algunas personas no aceptan tener hijos como ella y los apartan, tratándolos como animales o dejándoles morir.

Pasé el resto del día con el estómago revuelto y, esa misma tarde, pedí el traslado a cuidados intensivos. Sentía que mi deber era intentar ayudar a aquella pequeña. Al día siguiente, pude, por fin, acudir a donde estaba ingresada la niña. La encontré mejor de lo que esperaba. Aunque estaba conectada a una unidad de monitorización y lucía un aparatoso vendaje en la cabeza, no le habían puesto ventilación asistida. Un doctor estaba examinándola. Al consultar el historial, me llamó la atención el texto que aparecía en la cabecera: “Sin Nombre”.

– ¿Y esto? – pregunté al doctor.

– Nadie sabe cómo se llama – repuso, levantando los hombros.

– Mi madre decía que todas las mujeres eran Marías – exclamé, mientras con mi bolígrafo añadía delante: “María”.

Cuando el doctor abandonó la habitación, me acerque a la pequeña. Se había quedado profundamente dormida debido a la fuerte medicación. Observé su rostro tranquilo y me fijé en el moratón de una de sus mejillas. A mi mente acudió la imagen de mi madre abofeteándome el día en que, al cumplir los dieciocho años, le dije que me iba a vivir con Aitor.

Dos días después encontré a María despierta. Sus ojos, azules y redondos, estaban llenos de la luz de la inocencia. Miraba a su alrededor con curiosidad y expectación y, nada más verme, me saludo con un tembloroso “hola”. Noté como se estremecía al ver la bandeja en la que llevaba los útiles para hacerle un análisis de sangre.

– No te preocupes, cariño, no te voy a hacer ningún daño – le dije, acariciándole la mejilla.

Cuando acerqué la jeringuilla a su brazo, todo su cuerpo temblaba. Estuve a punto de tirar la maldita jeringa y estrecharla entre mis brazos, pero, al final, decidí realizar la extracción lo más suavemente que pudiera. Al terminar, le di un beso en la mejilla y ella me devolvió una sonrisa que me supo a gloria. Más tarde, le llevé un pequeño geranio que tenía en mi casa medio abandonado.

– ¡Está chunga! – exclamó, al ver el estado raquítico de la planta.

– No se lo digas a nadie – le susurré al oído -, es que soy un desastre como jardinera.

Empezó a reírse, con esa sinceridad y entrega de la que sólo son capaces los niños, consiguiendo que mi trabajo en el hospital se llenase de luz y alegría.

Poco a poco, el estado de María fue estabilizándose; el fantasma de una posible infección empezaba a alejarse definitivamente. Aprovechando su mejoría, le llevé unos rotuladores y un cuaderno para que se entretuviera dibujando. Nada más verlo, comenzó a garabatear con torpeza sobre el papel.

– ¿Tu no dibujas? – me preguntó.

– Me pasa como con las plantas, no se me da bien – le mentí.

La verdad es que la pintura había sido el único desahogo de mi infancia y que, cuando me casé, intenté convertirlo en una actividad profesional. Sin embargo, todo se torció cuando Aitor perdió su empleo en la fábrica. Sólo le ofrecían trabajos a tiempo parcial y pequeñas obras, lo que fue amargando su carácter. Nuestras broncas eran continuas, hasta que una mañana volvió a casa borracho y con un nuevo finiquito bajo el brazo. Yo estaba pintando un desnudo masculino, y, cuando Aitor lo vio, se sintió ofendido. Arremetió contra mí golpeándome con saña. Aquel día le abandoné a él y a la pintura para siempre.

La mejoría de María continuó y dos días después dio sus primeros pasos por la habitación.

– ¿Tienes novio? – me preguntó, dejándome sorprendida.

– No – atiné a responderle.

– ¿Por qué? – insistió.

– No sé…- dudé

– ¿Y a ti? ¿Te gusta algún chico? – bromeé.

– María no puede tener novio, María es fea – contestó, bajando la mirada.

– ¡Eso no es cierto! –repuse indignada- Eres la niña más bonita del mundo, cuando seas mayor tendrás novios a montones.

Su rostro se iluminó y, echándome sus manitas alrededor del cuello, me regaló el beso y el abrazo más sinceros que he recibido jamás. No pude evitar que algunas lágrimas resbalasen por mi mejilla. Aquella fue la primera y la última vez que pude tenerla entre mis brazos. Al día siguiente, cuando me incorporé al turno de mañana, el doctor de guardia me estaba esperando.

– Ha ocurrido algo terrible – me dijo.

– ¿De qué estás hablando?

– Se trata de María– repuso.

– Anoche entró en coma.

– ¿Cómo es posible? –pregunté, intentando reprimir el nudo que se estaba formando en mi garganta– Ayer estaba perfectamente.

– Tenía un coágulo en el lóbulo frontal que no habíamos visto en el TAC. No hemos podido hacer nada, ha muerto hace una hora.

El doctor me dijo que me tomase el día libre y me fuese a casa. Pero, aunque el golpe fue tan duro que apenas era capaz de tenerme en pie, quise ir una última vez a la habitación de María. Al entrar, creí por un instante que María me recibiría en la cama con su mirada de curiosidad y su sonrisa inocente, pero sólo un amasijo de sábanas me dio la bienvenida. En un rincón estaba el cuaderno que le había regalado. Fui hojeando sus primerizos en inseguros dibujos, hasta llegar a uno en el que había pintado a una niña con la cabeza envuelta en vendas junto a una enfermera y, en medio de las dos, un enorme corazón rojo. No pude reprimir más tiempo mis lágrimas y rompí a llorar con desesperación. Eran lágrimas de pena, sí, pero también de indignación y rabia, lágrimas reprimidas desde mucho antes de conocer a María.

Estaba a punto de irme, dejando todo atrás, cuando reparé en el pequeño geranio que le había regalado. El día anterior estaba mustio y raquítico, pero ahora estaba lleno de vida y repleto de pequeñas flores sonrosadas. Aún sin comprender muy bien por qué, aquello hizo que mis lágrimas se convirtieran en una pequeña sonrisa. Esa misma tarde, desempolvé mi viejo estuche de pinturas al óleo y pinté un retrato de María, a cuyo lado puse su hermoso geranio en flor. Desde ese día, mi casa y mi vida se llenaron de una nueva luz. Puede que nunca llegue a saber quién era realmente mi pequeña María Sin Nombre, pero lo que sí sé, es que, en el poco tiempo que tuve el privilegio de conocerla, ella me ayudó a recordar quién era yo.

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El Tuerto y el Cojo

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Un tuerto y un cojo se encuentran en una librería de viejo de un lugar indeterminado de Madrid. El frio arrecia en el exterior y el olor a polvo añejo y papel gastado inunda las innumerables estanterías del solitario establecimiento, mientras un cansino villancico entona repetitivamente su tintineante melodía.

EL TUERTO: ¿Cómo andas?

EL COJO: Ya ves.

EL TUERTO: Sabía que te vería por aquí, ¿Qué libro andas buscando este año?

 EL COJO: No lo tengo muy claro, ¿y tú? ¿Le has echado el ojo a alguno?

EL TUERTO: La verdad es que no, aún ando un poco despistado. Este año se han publicado cosas muy interesantes y no sé por qué decidirme.

EL COJO: Eso me pasa a mí, que no quiero meter la pata.

EL TUERTO: Igual hay que volver la vista atrás y recuperar los clásicos de toda la vida. Me apetece volver a poner la vista encima de Dickens y su Cuento de Navidad o volver a leer El Cascanueces de Hoffman o Los Cuentos de Andersen.

EL COJO: Creo que tienes razón. ¡Hay que andar con pies de plomo! Hay demasiado bestseller con exceso de promoción por algunos anaqueles.

EL TUERTO: La industria de la literatura está ciega. Promociona obras insulsas y deja pasar a su lado obras de grandes autores, que por desconocidos nadie apuesta por ellos.

EL COJO: De todas formas deberías echar un vistazo a algunas de las obras publicadas este año como El Juego del Angel de Carlos Ruiz Zafón, El viaje del Elefante de José Saramago o Un mundo sin Fin de Ken Follet.

EL TUERTO: Puede que lleves razón, pero aún sigo sin verlo claro.

EL COJO: ¡Anda!… Este libro no le conocía.

EL TUERTO: A ver…

EL COJO: Se titula Cuentos Solidarios 2008, Los Gestos del Suicida, creo que es lo que andaba buscando. ¿Tú cómo lo ves?

EL TUERTO: Creo que no andas desencaminado. Tiene buena pinta. Ha sido escrito por autores independientes y poco conocidos y todos los beneficios se destinan a Amnistía Internacional.

EL COJO: Por fin una obra con los dos pies en el suelo, creo que me la llevaré.

 EL TUERTO: Me has abierto los ojos, yo también me la llevaré.

 EL COJO: ¡Nos vemos el año que viene!.

EL TUERTO: ¡Anda con Dios!

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EL VISITANTE (7ª PARTE): La Conclusión – Juan Carlos Boíza López

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 EL VISITANTE (7ª PARTE)

No sabría decir exactamente por qué, pero había algo en el tono de su voz cuando relataba su historia que me inquietaba profundamente. El leve temblor de sus manos y su mirada perdida en un terrible recuerdo que se negaba a abandonar su memoria, me parecían prueba suficiente de que aquel hombre, en apariencia mentalmente trastornado, era en realidad una persona afectada por un terrible sufrimiento, por un temor que contraía su mente y su alma.

Aunque se recuperó físicamente con gran rapidez, su mente se había vuelto frágil como el cristal. A penas era capaz de mantener una leve conversación coherente sin empezar a divagar y a proferir interminables frases sin sentido, repletas de nombres de dioses desconocidos y amenazadores. Cthulhu, Hastur, Azathoth, Yog-Shotot, Shub-Niggurath, Nyarlathothep y otros nombres, que soy incapaz de recordar, poblaban una jerigonza febril repleta de frases apocalípticas y amenazadoras. Una noche acudí a su habitación y lo encontré mirando por la ventana hacia la oscuridad de la noche. Sus ojos brillaban como si acabase de llorar. Me miró fijamente y sonrió con amargura mientras susurraba “Ya viene a por mí”.

Sentí un escalofrío recorrer mi columna vertebral y, sin saber muy bien por qué, me precipité hacia la ventana mirando con ansiedad al exterior. Fuera había una noche perfecta, la luna brillaba en su plenitud iluminando con su pálida luz los bosques. No había nada amenazador y por un momento me sentí estúpido. Me volví hacia Wortingthon, que se había recostado en su cama con la mirada fija en la ventana ignorando por completo mi presencia. Cuando le vi allí quieto pensé que, quizá, después de todo, mis impresiones fuesen incorrectas y que, al final, tan sólo fuese un pobre diablo que había perdido la mente, refugiándose en extrañas alucinaciones. Abandoné la habitación dejándole con su mirada perdida en la profundidad de la noche. Ahora sé que nunca podré olvidar aquella mirada.

A la mañana siguiente Wortingthon no estaba en su habitación. En su cama aún podía verse la huella que había dejado su cuerpo, aún en la misma posición que yo le dejase. Casi como si se hubiese evaporado en el aire. De inmediato se organizó una partida de búsqueda por el bosque. Hombres y mujeres del pueblo, junto con la mayoría del personal de hospital exploraron las montañas en busca de su rastro, pero yo no fui con ellos. Cuando vi la habitación mi mundo cambio por completo. Aunque para los demás pasó desapercibido, quizá porque sus sentidos se negaban a comprender la verdad, yo vi inmediatamente las extrañas huellas que bajaban por la ventana hasta llegar a la cama. Huellas alargadas, como si una extraña humedad hubiese resbalado por el marco y reptado hasta los pies del lecho donde estaba Wortingthon. Unos rastros mohosos en los que se distinguían extraños círculos, en los que creí adivinar la silueta de las monstruosas ventosas de un desproporcionado tentáculo.

Pero, a pesar de que aquellas huellas borrosas me llenaron de espanto, lo que de verdad me trastornaba el espíritu era imagina cómo aquel caos reptante había regresado por el mismo camino que había llegado, llevando consigo el cuerpo del infortunado Wortingthon y atravesando sin dificultad una ventana repleta de barrotes, como si su naturaleza fuese la de un fluido antinatural.

Después de aquello, decidí escribir todo lo sucedido a aquel pobre viajero que conocí en el hospital, como una catarsis que me sirviese para calmar mi espíritu y aceptar que, más allá de nuestro mundo ordenado, existe otro, cuya naturaleza es el caos y el horror, que acecha su oportunidad para volver a dominar un mundo que en tiempos pretérito fue suyo. Pero creo que no lo he conseguido, aún me estremezco cuando la luna ilumina la noche y sólo soy capaz de relajarme cuando la lluvia irrumpe en los cielos.

FIN

Con este capítulo doy por terminado mi pequeño homenaje a H. P. Lovecraft, espero que os halla gustado.

Si queréis leerlo desde el principio, podéis hacerlo mediante el siguiente enlace:

 LEER DESDE EL PRIMER CAPÍTULO

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El Visitante (6ª PARTE)

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 EL VISITANTE (6ª PARTE)

Cuando los tentáculos de la criatura comenzaron a enroscarse alrededor se sus brazos, un dolor lacerante atravesó su cuerpo como si mil cuchillas ardientes penetraran su piel. Estaba a punto de perder la conciencia por el terrible dolor, cuando notó que los tentáculos retrocedían comenzando a liberarle. Al principio no entendió lo que sucedía, estaba demasiado confuso y aterrorizado para comprender que el azar del destino había girado su caprichosa ruleta a su favor. Gotas de agua vivificadora golpearon su rostro, al principio tímidamente, pero después con más fuerza, contribuyendo a aclarar su mente. Miró a su alrededor y vio como los horribles habitantes de aquel pueblo olvidado corrían a esconderse a sus hogares, como si una fuerza invisible les persiguiese. Tan sólo el sacerdote permaneció unos instantes más mirándole fijamente. Wortingthon pudo sentir sus ojos golpearle con profundo desprecio y odio, antes de que él también abandonase la plaza, tras sus asustados acólitos.

Aún aturdido, Wortingthon miró hacia el cielo, esperando encontrar la mole de aquella criatura obscena aún sobre él, pero en su lugar sólo pudo contemplar un cielo encapotado, que derramaba sobre el la furia de una tormenta. Entonces fue cuando se dió cuenta de lo sucedido, de alguna forma que no entendía aquellas criaturas no soportaban agua, su naturaleza corrompida no era capaz de enfrentarse a un elemento tan natural, quizá porque representaba la esencia de la pureza mientras ellos no eran más que naturaleza corrupta. Mientras el agua empapaba la piedra oscura en que se hallaba sujeto, Wortingthon notó como su cuerpo comenzaba a resbalar por la superficie.

Creía estar atado de alguna manera al monumento, pero se equivocaba, aquel material extraño le había mantenido adherido a él, casi succionando su cuerpo a través de la piedra y, ahora, el agua le estaba liberando. Poco a poco fue rebalando por la piedra, hasta alcanzar el frío enlosado de la calle con un golpe sordo. Estaba completamente desnudo y la lluvia golpeaba su cuerpo con furia, pero Wortingthon no notaba las inclemencias del tiempo, tan sólo sabía que era libre.

Wortingthon corrió, corrió como nunca lo había hecho antes. Se adentró en plena noche en los bosques escarpados y corrió con desesperación y locura, arriesgándose a caer y despeñarse en cualquiera de los desfiladeros, que se multiplicaban en aquellos lugares, o a ser presa de los lobos hambrientos que vagaban por la montaña. Pero acompañado por la fortuna que antes se le negase, consiguió sobrevivir. Le encontraron dos días después. Según le describieron los leñadores que dieron con él inconsciente entre los árboles, aún se encontraba desnudo y su cuerpo era un mapa confuso de arañazos y contusiones sin fin. Pero lo que más les llamó la atención, fueron sus pies. A penas una fina capa de piel quedaba ya junto al hueso de la planta de sus pies sanguinolentos.

Cuando le trajeron al hospital en que yo trabajaba de enfermero, nadie pensaba que sobreviviría con las terribles heridas que tenía, pero sólo dos días después recuperó al consciencia. Fue allí, junto a su cama, mientras le cambiaba los vendajes que cubrían casi todo su ,donde oí por primera vez su historia. Huelga decir que nadie le creyó. Casi todos pensaron que se trataban de alucinaciones. El rumor más extendido era que había sido atacado por bandidos y abandonado en el bosque y que su mente enloquecida había inventado aquel fantástico relato. Pero yo no estaba tan seguro.

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Escrito por: Juan Carlos Boíza López

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