EL VISITANTE (2ª PARTE)
 
Hoy nos adentraremos en la villa de Horcal, con paso inseguro y final inciertos, pero en la excelente compañía de todos vosotros, los lectores. Leer el episodio anterior
EL VISITANTE (2ª PARTE)
Tras andar lentamente unos metros, comenzó a percibir un peculiar sonido frente a él, aunque no pudo identificar exactamente de qué se trataba. Siguió avanzando hacia la fuente de aquel extraño y monótono murmullo, captando cada vez con más claridad, lo que parecía una especie de cántico sordo y repetitivo.
 
Por fin llegó frente al lugar del que provenía la letanía. Se trataba, para su sorpresa, del primer edificio de arquitectura distinta a los demás, que encontraba en aquel recóndito pueblo. De color oscuro y materiales de construcción similar al resto, presentaba, sin embargo, una enorme puerta de bronce, esculpida a modo de un entramado infinito de ramas, hojas, raíces y, en definitiva, de una infinita variedad de follaje. Aunque no había nada en el exterior que denunciase su verdadera naturaleza, Wortingthon estuvo seguro de inmediato, no sin cierta inquietud, de que se trataba de algún tipo de Iglesia.
 
Por un momento dudó sobre la oportunidad o no de entrar en aquel lugar e interrumpir el ritual que se celebrase en su interior, pero al final, la curiosidad y la necesidad de encontrar por fin algún horcaleño con el que hablar, pudo más que su naturaleza precavida y decidió entrar en el recinto sagrado.
 
Abrió las puertas con precaución, procurando molestar lo menos posible a quienes se encontrasen en su interior. Sin embargo, en el mismo momento en que posó sus manos sobre el metal helado de las puertas, el cántico apagado que le había guiado a aquel lugar desapareció bruscamente y un silencio amenazador invadió la estancia.
 
Wortingthon estaba preparado para encontrarse con toda probabilidad en una iglesia ortodoxa o quizá católica, conocía incluso algunas iglesias luteranas, musulmanas o judías entre aquellas montañas. Sin embargo, el templo al que entró con paso inseguro, no se parecía a nada de lo que conocía. El interior estaba oscuro, iluminado a penas por una hilera de velas rojas que recorrían las paredes, proyectando sombras inseguras y cimbreantes sobre los negros muros del edificio. No pudo distinguir figura ni ornamentación alguna, tan sólo paredes lisas de negro infinito. Lo que parecía el altar, estaba también iluminado por dos grandes candelabros de siete brazos llenos de velas rojas, por lo que, en un principio Wortingthon sospechó que podía encontrarse en un templo judío, pero, al fijarse detenidamente, pudo distinguir como los brazos de ambas figuras semejaban tentáculos retorcidos, muy lejanos a la imagen clásica del Menorah hebreo.
 
Pero lo más inquietante se encontraba justo en la pared frontal. Tras el altar, e iluminado por aquellos candelabros impíos, se encontraba esculpida con increíble realismo una enorme figura, que parecía extenderse por toda la pared y que representaba un ser extraño y deforme. Con una cabeza enorme poblada de ojos inhumanos, y con una expresión de crueldad infinita dibujada en sus pupilas doradas, el cuerpo se dividía en múltiples tentáculos, unos grandes y retorcidos y otros pequeños y brillantes, que componían una sinfonía de cuerpos entrelazados, similar a un mar de gusanos y culebras unidos en una orgía de deseos insatisfechos.
 
Wortingthon retrocedió instintivamente, mientras un mar cabezas giraba, desde los bancos situados frente al altar, para enfrentar su mirada fría e inhumana con el miedo y angustia que crecía en su interior.
 
 
Escrito por: Juan Carlos Boíza López
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