Todos los días veía la televisión. Veía las películas de terror pero sabía que no debía sentir miedo porque todo era mentira. Veía las películas de acción pero no sentía vértigo porque todo eran efectos especiales. Veía comedias y me reía cuando las sonrisas enlatadas me lo indicaban. Veía dramas pero no lloraba porque todo era ficción. Veía concursos, pero no me alegraba cuando veía a otros hacer fortuna, porque sabía que la mía no cambiaría. Veía programas de cocina pero no podía saborear ni oler los platos recién cocinados. Veía programas de manualidades, pero no aprendía nada porque sabía que no tenía la habilidad para realizar aquellos objetos. Veía programas de deportes pero no sentía el cansancio o el esfuerzo de los deportistas. Luego empecé a ver documentales de naturaleza, pero no podía asentir la brisa ni oler la vegetación de aquellos lugares. Veía documentales de historia pero no sabía lo que aquellas personas de la antigüedad pensaban o sentían. Veía documentales de ciencia pero no los entendía porque no soy un científico. También empecé a ver los telediarios, pero no podía sentir el drama de las guerras o el terror de los atentados, porque no me parecían reales, tan sólo eran otras imágenes más; imágenes carentes de sentimientos, repetidas y mezcladas hasta perder su importancia.
Y un día dejé de ver la televisión y miré mi propia vida y tampoco pude sentir nada. La comida no tenía sabor, las flores carecían de olor y las personas no despertaban en mí ninguna emoción.
Aquel día me perdí en mi televisor.
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