En un año tan especial para África y para su gente, la Editorial Almuzara publica los “Cuentos históricos del pueblo africano” del escritor Johari Gautier Carmona.
El libro recopila 18 relatos históricos sacados de diversos periodos de la larga historia del continente negro y los combina con otros elementos de ficción. Inspirados en el sentimiento africano y en la expresión de la africanidad de su autor (Johari Gautier Carmona), todos y cada uno de ellos se refieren directamente a la dignidad y fortaleza del pueblo africano, la belleza de su continente, la pasión, la naturaleza, la grandeza, las emociones, la risa, la música, el baile y la Historia con mayúscula.
Este libro no sólo es un libro de cuentos. Es el resultado de una investigación y una necesidad de conectar con un continente que hoy sigue siendo el centro de luchas de interés, estigmas y prejuicios. Cada uno de sus cuentos evoca un sentimiento de orgullo, felicidad, rabia…, nos presenta grandes figuras de la Historia y desvela los nexos que ha tenido y sigue teniendo el continente africano con otros territorios (América, Medio Oriente, Asia y Europa). “Cuentos históricos del pueblo africano” es una obra literaria de gran calidad que invita a sentir, vivir y conocer ese pueblo tan maravilloso y tan luchador.
El libro ya está a la venta en las mayores librerías de España, Casa del Libro, Fnac, El Corte Inglés, y otras librerías independientes. También puede conseguirse en Internet.
Aunque llevaba trabajando como enfermera en el hospital más de cinco años, nada me había preparado para lo que me esperaba en la sala de urgencias. Se trataba de una niña de no más de siete u ocho años, en cuyos rasgos se dibujaban las huellas del síndrome de Down. La pequeña miraba con ojos asustados a su alrededor, inconsciente del terrible estado de su cuerpo. La sangre corría sobre su rostro desde una herida punzante, que algún golpe brutal le había producido en pleno cráneo, y en sus brazos se alternaban cortes profundos y crueles quemaduras. No pude evitar recordar como mi padre apagaba sus cigarrillos en mis brazos, como castigo por haber sacado algún suspenso, mientras mi madre apartaba la mirada. Reprimiendo la angustia que sentía ante la saña y brutalidad con la que aquel pequeño cuerpo había sido maltratado, limpié sus heridas, hasta que la introdujeron en el quirófano, donde manos expertas se hicieron cargo de ella.
Al llegar a casa, no podía olvidar la mirada indefensa de aquella pobre niña, por lo que, a la mañana siguiente, lo primero que hice fue preguntar por la pequeña.
– ¡Pobrecilla! – exclamó la jefa de enfermería – ¿Te diste cuenta de que tenía Síndrome de Down?
– Claro– contesté impaciente –, pero ¿cómo está?
– Parece que se recuperará, aunque aún están haciéndole pruebas. Lo malo van a ser las secuelas; no recuerda nada y, en su condición, no parece fácil que recupere la memoria.
– ¿Y su familia?
– ¿Familia? ¿No has leído los periódicos? La encontraron en una cuneta de la carretera y nadie ha denunciado su desaparición. La policía cree que fue su propia familia la que la arrojó desde un coche en marcha.
– ¡Pero eso es monstruoso! – exclamé horrorizada.
– Sí, lo es – contestó la enfermera, bajando la mirada -. Algunas personas no aceptan tener hijos como ella y los apartan, tratándolos como animales o dejándoles morir.
Pasé el resto del día con el estómago revuelto y, esa misma tarde, pedí el traslado a cuidados intensivos. Sentía que mi deber era intentar ayudar a aquella pequeña. Al día siguiente, pude, por fin, acudir a donde estaba ingresada la niña. La encontré mejor de lo que esperaba. Aunque estaba conectada a una unidad de monitorización y lucía un aparatoso vendaje en la cabeza, no le habían puesto ventilación asistida. Un doctor estaba examinándola. Al consultar el historial, me llamó la atención el texto que aparecía en la cabecera: “Sin Nombre”.
– ¿Y esto? – pregunté al doctor.
– Nadie sabe cómo se llama – repuso, levantando los hombros.
– Mi madre decía que todas las mujeres eran Marías – exclamé, mientras con mi bolígrafo añadía delante: “María”.
Cuando el doctor abandonó la habitación, me acerque a la pequeña. Se había quedado profundamente dormida debido a la fuerte medicación. Observé su rostro tranquilo y me fijé en el moratón de una de sus mejillas. A mi mente acudió la imagen de mi madre abofeteándome el día en que, al cumplir los dieciocho años, le dije que me iba a vivir con Aitor.
Dos días después encontré a María despierta. Sus ojos, azules y redondos, estaban llenos de la luz de la inocencia. Miraba a su alrededor con curiosidad y expectación y, nada más verme, me saludo con un tembloroso “hola”. Noté como se estremecía al ver la bandeja en la que llevaba los útiles para hacerle un análisis de sangre.
– No te preocupes, cariño, no te voy a hacer ningún daño – le dije, acariciándole la mejilla.
Cuando acerqué la jeringuilla a su brazo, todo su cuerpo temblaba. Estuve a punto de tirar la maldita jeringa y estrecharla entre mis brazos, pero, al final, decidí realizar la extracción lo más suavemente que pudiera. Al terminar, le di un beso en la mejilla y ella me devolvió una sonrisa que me supo a gloria. Más tarde, le llevé un pequeño geranio que tenía en mi casa medio abandonado.
– ¡Está chunga! – exclamó, al ver el estado raquítico de la planta.
– No se lo digas a nadie – le susurré al oído -, es que soy un desastre como jardinera.
Empezó a reírse, con esa sinceridad y entrega de la que sólo son capaces los niños, consiguiendo que mi trabajo en el hospital se llenase de luz y alegría.
Poco a poco, el estado de María fue estabilizándose; el fantasma de una posible infección empezaba a alejarse definitivamente. Aprovechando su mejoría, le llevé unos rotuladores y un cuaderno para que se entretuviera dibujando. Nada más verlo, comenzó a garabatear con torpeza sobre el papel.
– ¿Tu no dibujas? – me preguntó.
– Me pasa como con las plantas, no se me da bien – le mentí.
La verdad es que la pintura había sido el único desahogo de mi infancia y que, cuando me casé, intenté convertirlo en una actividad profesional. Sin embargo, todo se torció cuando Aitor perdió su empleo en la fábrica. Sólo le ofrecían trabajos a tiempo parcial y pequeñas obras, lo que fue amargando su carácter. Nuestras broncas eran continuas, hasta que una mañana volvió a casa borracho y con un nuevo finiquito bajo el brazo. Yo estaba pintando un desnudo masculino, y, cuando Aitor lo vio, se sintió ofendido. Arremetió contra mí golpeándome con saña. Aquel día le abandoné a él y a la pintura para siempre.
La mejoría de María continuó y dos días después dio sus primeros pasos por la habitación.
– ¿Tienes novio? – me preguntó, dejándome sorprendida.
– No – atiné a responderle.
– ¿Por qué? – insistió.
– No sé…- dudé
– ¿Y a ti? ¿Te gusta algún chico? – bromeé.
– María no puede tener novio, María es fea – contestó, bajando la mirada.
– ¡Eso no es cierto! –repuse indignada- Eres la niña más bonita del mundo, cuando seas mayor tendrás novios a montones.
Su rostro se iluminó y, echándome sus manitas alrededor del cuello, me regaló el beso y el abrazo más sinceros que he recibido jamás. No pude evitar que algunas lágrimas resbalasen por mi mejilla. Aquella fue la primera y la última vez que pude tenerla entre mis brazos. Al día siguiente, cuando me incorporé al turno de mañana, el doctor de guardia me estaba esperando.
– Ha ocurrido algo terrible – me dijo.
– ¿De qué estás hablando?
– Se trata de María– repuso.
– Anoche entró en coma.
– ¿Cómo es posible? –pregunté, intentando reprimir el nudo que se estaba formando en mi garganta– Ayer estaba perfectamente.
– Tenía un coágulo en el lóbulo frontal que no habíamos visto en el TAC. No hemos podido hacer nada, ha muerto hace una hora.
El doctor me dijo que me tomase el día libre y me fuese a casa. Pero, aunque el golpe fue tan duro que apenas era capaz de tenerme en pie, quise ir una última vez a la habitación de María. Al entrar, creí por un instante que María me recibiría en la cama con su mirada de curiosidad y su sonrisa inocente, pero sólo un amasijo de sábanas me dio la bienvenida. En un rincón estaba el cuaderno que le había regalado. Fui hojeando sus primerizos en inseguros dibujos, hasta llegar a uno en el que había pintado a una niña con la cabeza envuelta en vendas junto a una enfermera y, en medio de las dos, un enorme corazón rojo. No pude reprimir más tiempo mis lágrimas y rompí a llorar con desesperación. Eran lágrimas de pena, sí, pero también de indignación y rabia, lágrimas reprimidas desde mucho antes de conocer a María.
Estaba a punto de irme, dejando todo atrás, cuando reparé en el pequeño geranio que le había regalado. El día anterior estaba mustio y raquítico, pero ahora estaba lleno de vida y repleto de pequeñas flores sonrosadas. Aún sin comprender muy bien por qué, aquello hizo que mis lágrimas se convirtieran en una pequeña sonrisa. Esa misma tarde, desempolvé mi viejo estuche de pinturas al óleo y pinté un retrato de María, a cuyo lado puse su hermoso geranio en flor. Desde ese día, mi casa y mi vida se llenaron de una nueva luz. Puede que nunca llegue a saber quién era realmente mi pequeña María Sin Nombre, pero lo que sí sé, es que, en el poco tiempo que tuve el privilegio de conocerla, ella me ayudó a recordar quién era yo.
Como brillante colofón a nuestro repaso a la mejor literatura navideña, os traemos un relato de uno de los mejores novelistas españoles de todos los tiempos: El Premio Gordo de Vicente Blasco Ibáñez.
Nacido en Valencia el 29 de enero de 1867 y fallecido en Menton (Francia), el 28 de enero de 1928, fue un afamado novelista, que destacó también como periodista y político español. Gran admirador de Miguel de Cervantes, se decía de él que escribía con una gran rapidez . Estudió Derecho y participó activamente en política, donde se caracterizó por su oposición a la monarquía y sus ideales republicanos. Fue un personaje peculiar y enormemente activo. Con 21 años ingresó en la masonería, adoptando el nombre simbólico de Danton.
Fundo el diario El Pueblo en 1893 y llegó a estar en prisión algunos meses por su militancia republicana en 1896. Entre 1898 y 1907, ocupó escaño en el Congreso de los Diputados, representando al Partido Republicano, más tarde se integraría en el Partido de Unión Republicana Autonomista.Retrato de Vicente Blasco Ibáñez obra del pintor Alejandro Cabeza Como escritor, fue respetado y admirado por seguidores y detractores.
Después de escribir Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916), llegó a ser ampliamente conocido, sobre todo en EEUU, donde la novela alcanzó tal fama, que era más leída que la propia Biblia. Sus obras han sido adaptadas al cine y la televisión en múltiples ocasiones.
Hoy os traemos un pequeño relato navideño titulado El Premio Gordo, en el que un hombre llamado Jacinto cuenta cómo cambia su vida a raíz de tocarle el Premio Gordo en la Lotería de Navidad. Tras sufrir un ascenso en sociedad, ser afortunado en el amor y ser reconocido en su profesión, descubrirá que todo es una falacia y morirá en un duelo al enterarse como su mujer le engaña. Afortunadamente, todo resultará ser una ensoñación que le hará ver con poco deseo el resultado del Sorteo de Navidad.
Una pequeña fábula sobre la futilidad del éxito conseguido sin esfuerzo y sobre la banalidad de basar el valor de nuestras vidas en los valores materiales olvidando los valores espirituales, que son los únicos que, al final, pueden darnos la verdadera felicidad.
Os dejamos a continuación el relato íntegro:
El Premio Gordo de Vicente Blasco Ibáñez
Jacinto apuró el último sorbo de café que contenía la taza, chupó furiosamente su cigarro, y luego púsose a contarme la siguiente historia:
I
Conviértete en Dios y dale a un hombre todo el talento y la fortuna posibles en este mundo. De seguro que se alegrará mucho; pero la tal alegría no será ni un trasunto pálido de lo que sentiría si por Navidad le cayesen en bolsillo 50.000 duros envueltos en un billete de lotería. Es preciso haber experimentado tal sorpresa para comprender el gozo que uno siente al encontrarse de pronto con un millón y pasar de la categoría de perdido a la de millonario, aunque nada más sea en singular. ¡Ay, amigo mío! Yo me estremezco todavía cuando recuerdo lo que experimenté al ver que era poseedor de una parte decimal del premio gordo. Aquello significaba tanto para mí como para el náufrago que, montado en un madero, distingue entre las brumas la cercana costa. Después de la abstinencia, la hartura. Luego de los frecuentes ratos de melancolía, la alegre existencia del hombre que, siendo joven, tiene mucho dinero. Aquel billete premiado ostentaba para mí, escrito en caracteres visibles, un nuevo método de vida. Abandono completo de la mísera casa de huéspedes, con su catre desvencijado y sus comidas sucias y estrambóticas. Renuncia de la vida aventurera y bohemia. Abstención de dar sablazos a nadie. Y, sobre todo, casarme con mi Gabriela, con aquel ángel de luz a quien debía el ser poseedor de la tal cantidad.
Ella me había sugerido la idea de comprar el décimo ahora premiado y a sus muchos rosarios rezados por la noche en la cama, a hurtadillas de la mamá, debía sin duda los favores de la fortuna, tan pródiga para conmigo.
Ni un solo instante se me ocurrió el olvidarla al encontrarme millonario. «Amigo mío —me dije—: Gabriela es una pobre chica que te ha querido siendo tú un muchacho de vida poco ejemplar. Nada más justo que darle tu mano ahora que eres rico y puedes hacer su felicidad». Y fui corriendo a casa de mi novia para participarle la noticia. Hubo lo que era de esperar al conocerla junto con mi demanda matrimonial. Desmayo de la niña, lágrimas de la mamá, abrazos del padre, y después sonrisas cariñosas de todos, y en especial de Gabriela. ¡Pobre chica! En toda su vida gozó tanta felicidad como en aquel instante. Yo tampoco creo haberme encontrado nunca tan alegre, y… Vamos, me falta poco para llorar cuando recuerdo aquel momento.
II
A los quince días nos casamos. Y nuestro casamiento fue propio de un hombre que posee 50.000 duros. Gran convite, chispeantes brindis, amorosos epitalamios y borracheras de champagne. De todo esto hubo en nuestra boda. Después, Gabriela y yo partimos para París el mismo día, pues para seguir las costumbres de la moda es preciso encerrar las mejores escenas de la luna de miel en un coche de primera. De París pasamos a Italia y allí permanecimos bastante tiempo, gastando mucho y divirtiéndonos como yo nunca había podido imaginar. Cuando volvimos a nuestra patria, ¡qué feliz y portentoso cambio se había operado entre las muchas personas que yo conozco! Todos me trataban como a un hombre nuevo y nadie parecía recordarse de aquel muchacho que algunos meses antes apenas si se dignaban saludar. En esto tal vez influiría el diferente aspecto que yo presentaba. Verdaderamente debía estar desconocido. Antes vestía miserablemente, pagaba un pupilaje de ocho reales y necesitaba valerme de mil artes para subsistir. Mientras que ahora poseía coches, seguía las modas y siempre tenía dinero dispuesto a satisfacer las necesidades de los amigos. Comprendí, además, por ciertas manifestaciones, que mi talento había sufrido un rápido desarrollo sin darme yo cuenta de ello. Aquellos mismos periódicos en cuyas redacciones había sufrido sonrojos mendigando la publicación de mis obras, ahora daban a luz pomposas gacetillas en las que se me llamaba eminente publicista, ilustre literato y armonioso poeta; y en los cafés, cuando, rodeado de los amigos, soltaba alguna majadería, todos aplaudían a coro y no faltaban muchos que decían por lo bajo, si bien procurando que yo les oyera:
—Este Jacinto tiene un talento asombroso.
En fin, amigo mío, que yo era otro hombre, porque mi personalidad pesaba, sin duda, más en la opinión de la gente con el aditamento de mis 50.000 duros que, dicho sea de paso, gastaba muy aprisa. También en Gabriela habíase efectuado un cambio trascendental que noté yo solo. Mi mujer me amaba: esto lo sabía yo de una manera cierta y buena prueba de ello me había dado durante la época de nuestros galanteos. Pero, a los pocos meses de casada su cariño enfrióse bastante, y dejó muchas veces de ocuparse de mí para fijar toda su atención en las modas y esas otras materias fútiles a que tan aficionadas son las mujeres.
Gabriela, al ser rica, deseaba brillar tanto como sus nuevas amigas de alta sociedad; y esto, unido a que aquellas no vivían muy unidas a sus cónyuges, hacía que mi mujer, por espíritu de imitación propio del que está alejado de su esfera, no fuese tan apasionada conmigo como antes.
Yo deseaba una vida alegre y llena de comodidades, pero libre de las tiránicas obligaciones del gran mundo. Mi esposa, por el contrario, amaba la etiqueta y las ridículas ceremonias sociales formaban su principal encanto. Esta diferencia de aficiones producía un ligero enfriamiento en nuestro trato y era causa de que Gabriela me considerase, allá en su interior, como un hombre basto y desprovisto de toda elegancia.
Yo debía haber previsto los resultados de tal diversidad de pareceres; pero, por desgracia, no pensé en ellos y, antes al contrario, asentí a todas las peticiones que me hizo mi esposa. Y di en mi casa bailes y reuniones, a los que concurrieron la flor y nata de la elegancia, y sucedió que…
Pero no anticipemos los sucesos, como dicen los novelistas.
III
¡Qué aspecto tan brillante ofrecía mi casa en las noches de bailes! Porque yo daba bailes y gastaba como un Rostchildt, creyendo que el millón no llegaría nunca a agotarse.
Aquello era un torbellino de negros fracs y blancos vestidos de encajes meciéndose al compás de las arrebatadoras notas de Strauss. ¡Y qué hermosos y confortables eran mis salones!
En ellos había invertido gran parte de mi fortuna y todos los recursos de mi imaginación, que ya sabes no es nada pobre en punto a fantasía. Mi casa la frecuentaban aquellas noches los principales personajes de Madrid y no era extraño ver en ella a los embajadores de las principales potencias, a los títulos más apergaminados (en sentido metafórico), y aun de vez en cuando a algún ministro de la corona. Nadie se acordaba de la posición que algunos años antes ocupábamos Gabriela y yo, y todos acudían a mis bailes, ansiosos de divertirse tanto en el salón como en el buffet. La verdad es que yo era el que menos gozaba en las tales noches.
Mis convidados se paseaban por toda la casa, hacían cuanto era de su gusto y no se acordaban del dueño para nada.
Rara era la noche en que no me presentaban cuatro o cinco caballeros que, después de los saludos y cumplimientos de costumbre, se metían en los salones con la seguridad del que pisa terreno propio, y no volvían ni tan sólo la cabeza cuando yo pasaba alguna vez por su lado.
En tanto, este infeliz tenía que ir haciendo el dominguillo por los corrillos de las damas, preguntando a los jóvenes si se divertían y echando flores a las mamás, algunas de las cuales podían ya por poco servirme de abuelas.
Te digo que aquello era tan enojoso para mí, que mil veces hubiera suprimido los bailes a no ser por Gabriela, que los tenía como artículo de perentoria necesidad.
Ella sí que se divertía. Constantemente estaba rodeada de un sinnúmero de adoradores y la infame se sonreía al escuchar sus amables ternezas. Mil veces estuve tentado de emprender a cachetes con aquellos sietemesinos pegajosos; pero siempre me detenía pensando que usaba frac y que con tal prenda, y en un salón de baile, es preciso desprenderse de ciertas preocupaciones que se sienten cuando es uno pobre y tiene corazón. Una noche en que el salón principal de mi casa estaba cual nunca deslumbrador, albergando ese todo Madrid tan zarandeado por los revisteros elegantes, tuve que decir no recuerdo qué cosa a mi mujer, que en aquellos instantes no se encontraba en el baile.
Pregunté a los criados y no supieron contestarme, hasta que por fin me decidí a buscarla yo mismo, encaminándome a su tocador después de recorrer los principales aposentos de la casa.
Abrí la puerta con un llavín que yo poseía y no pude menos de proferir una blasfemia al ver a mi Gabriela abrazada a un elegante que por entonces era el hombre de moda y el favorito de las damas.
La infame aprovechaba aquellas horas de confusión para avistarse con su amante, pues el resto del día lo pasaba siempre a mi lado.
Al contemplar aquella escena, mi sangre se enardeció; mi carácter, fiero e indomable, rompió las trabas sociales que hacía tiempo le oprimían y, faltándome armas, agarré con fuerza colosal una pesada silla y, ciego de furor, púseme a dar golpes a diestro y siniestro. Después yo no sé ciertamente lo que sucedió.
Sólo recuerdo que al poco rato penetró mucha gente en el tocador, que me arrancaron la silla de las manos, y que aquellos buenos señores se empeñaron en demostrarme que un hombre bien educado ha de reglamentar sus sentimientos y vengarse con todos los requisitos que exige la buena sociedad.
Nombré padrinos, recibí una tarjeta, y el amante de mi mujer se retiró con la cabeza descalabrada. El escándalo fue completo y todo el mundo tuvo noticias de mi deshonra, a la que benévolamente adjudicó el nombre de chistosa aventura. La luz del día me sorprendió sentado en mi despacho y con la cabeza apoyada sobre las manos. Durante las muchas horas que permanecí en tal posición, hice las siguientes reflexiones: Que la falta de mi mujer era debida al deslumbramiento producido por los esplendores de una esfera a la que no estaba habituada. Que Gabriela y yo hubiéramos sido más felices siendo menos ricos y ocupando una modesta posición.
Que ella tal vez no hubiera empañado mi honor a ser yo un empleado de poco sueldo, imposibilitado de dar en su casa bailes y tés dansants.
Y que, en su consecuencia, la culpa de todo la tenía aquel maldito premio gordo que tanto había trastornado la carrera de mi existencia, y que para poco había venido a servirme, pues por efecto de los bailes y otros caprichos de mi mujer, su cantidad estaba bastante mermada.
IV
La mañana era fría y lluviosa.
A pesar de esto, yo me encontraba tras las tapias del cementerio con una pistola en la mano y teniendo a veinticinco pasos de distancia al amante de mi esposa, armado de igual modo. Íbamos a saber de parte de quién estaba la razón y para ello erigíamos en tribunal a un par de pistolas. ¡Famosos jueces! El duelo, merced a mis instigaciones y a los buenos deseos de algunos amigos, tenía mucho de bestial. Los primeros disparos debían hacerse a veinticinco pasos de distancia y después podíamos avanzar hasta agujerearnos el pellejo a quemarropa. Los padrinos hicieron la señal; y yo, ansioso de dar muerte a mi enemigo, disparé, sin lograr mi objeto. El elegante permaneció inmóvil, sin que mi bala le causara el menor daño, y luego avanzó hasta ponerme en el pecho el cañón de su pistola. Yo estaba desarmado y, como al mismo tiempo veía en el rostro de mi rival señales de hostilidad, no pude menos que sentir miedo. Mis piernas flaquearon, mi frente se inundó de sudor y, considerando que aquello era un asesinato a mansalva, mi instinto se sublevó y me dispuse a arrojarme sobre mi enemigo. Pero en el mismo instante sonó una espantosa detonación y sentí mi pecho atravesado por la bala…
—¡Alto ahí! —dije cuando mi amigo Jacinto llegó a semejante punto de su narración—. Yo no comulgo con ruedas de molino, y no puedes hacerme creer que es posible se salve un hombre en un lance tal como tú lo describes. —Aguárdate un poco —contestó mi amigo—, y te convencerás de la veracidad de mis palabras.
Apenas sonó el tiro y sentí la herida, cuando me encontré en la casa de huéspedes que habito, sentado ante mi humilde mesa. —¿Cómo puede ser eso?
—Ya sabes que yo (según decís todos) tengo una imaginación febril y que de continuo sueño despierto, hasta paseando por las calles. Pues bien: todo lo que te he relatado no era más que un cúmulo de sucesos creados por mi fantasía en un momento. Aquel día era víspera de nochebuena, o sea el destinado para contemplar algunas alegrías e infinitas decepciones.
Yo, instigado por mi novia Gabriela (que ya te enseñaré cualquier día), había tomado un décimo de billete con la esperanza de lograr con la lotería el medio de casarme pronto con ella. ¿Querrás creer que cuando mi patrona me dio el suplemento que contenía los primeros números premiados no tuve gran interés en leerlos?
En aquellos instantes hasta sentía miedo por si me había tocado el premio gordo.
Tal efecto hicieron en mí las fantasías que había producido mi cerebro soñando despierto.
Un tuerto y un cojo se encuentran en una librería de viejo de un lugar indeterminado de Madrid. El frio arrecia en el exterior y el olor a polvo añejo y papel gastado inunda las innumerables estanterías del solitario establecimiento, mientras un cansino villancico entona repetitivamente su tintineante melodía.
EL TUERTO: ¿Cómo andas?
EL COJO: Ya ves.
EL TUERTO: Sabía que te vería por aquí, ¿Qué libro andas buscando este año?
EL COJO: No lo tengo muy claro, ¿y tú? ¿Le has echado el ojo a alguno?
EL TUERTO: La verdad es que no, aún ando un poco despistado. Este año se han publicado cosas muy interesantes y no sé por qué decidirme.
EL COJO: Eso me pasa a mí, que no quiero meter la pata.
EL TUERTO: Igual hay que volver la vista atrás y recuperar los clásicos de toda la vida. Me apetece volver a poner la vista encima de Dickens y su Cuento de Navidad o volver a leer El Cascanueces de Hoffman o Los Cuentos de Andersen.
EL COJO: Creo que tienes razón. ¡Hay que andar con pies de plomo! Hay demasiado bestseller con exceso de promoción por algunos anaqueles.
EL TUERTO: La industria de la literatura está ciega. Promociona obras insulsas y deja pasar a su lado obras de grandes autores, que por desconocidos nadie apuesta por ellos.
EL COJO: De todas formas deberías echar un vistazo a algunas de las obras publicadas este año como El Juego del Angel de Carlos Ruiz Zafón, El viaje del Elefante de José Saramago o Un mundo sin Fin de Ken Follet.
EL TUERTO: Puede que lleves razón, pero aún sigo sin verlo claro.
EL COJO: ¡Anda!… Este libro no le conocía.
EL TUERTO: A ver…
EL COJO: Se titula Cuentos Solidarios 2008, Los Gestos del Suicida, creo que es lo que andaba buscando. ¿Tú cómo lo ves?
EL TUERTO: Creo que no andas desencaminado. Tiene buena pinta. Ha sido escrito por autores independientes y poco conocidos y todos los beneficios se destinan a Amnistía Internacional.
EL COJO: Por fin una obra con los dos pies en el suelo, creo que me la llevaré.
EL TUERTO: Me has abierto los ojos, yo también me la llevaré.
No sabría decir exactamente por qué, pero había algo en el tono de su voz cuando relataba su historia que me inquietaba profundamente. El leve temblor de sus manos y su mirada perdida en un terrible recuerdo que se negaba a abandonar su memoria, me parecían prueba suficiente de que aquel hombre, en apariencia mentalmente trastornado, era en realidad una persona afectada por un terrible sufrimiento, por un temor que contraía su mente y su alma.
Aunque se recuperó físicamente con gran rapidez, su mente se había vuelto frágil como el cristal. A penas era capaz de mantener una leve conversación coherente sin empezar a divagar y a proferir interminables frases sin sentido, repletas de nombres de dioses desconocidos y amenazadores. Cthulhu, Hastur, Azathoth, Yog-Shotot, Shub-Niggurath, Nyarlathothep y otros nombres, que soy incapaz de recordar, poblaban una jerigonza febril repleta de frases apocalípticas y amenazadoras. Una noche acudí a su habitación y lo encontré mirando por la ventana hacia la oscuridad de la noche. Sus ojos brillaban como si acabase de llorar. Me miró fijamente y sonrió con amargura mientras susurraba “Ya viene a por mí”.
Sentí un escalofrío recorrer mi columna vertebral y, sin saber muy bien por qué, me precipité hacia la ventana mirando con ansiedad al exterior. Fuera había una noche perfecta, la luna brillaba en su plenitud iluminando con su pálida luz los bosques. No había nada amenazador y por un momento me sentí estúpido. Me volví hacia Wortingthon, que se había recostado en su cama con la mirada fija en la ventana ignorando por completo mi presencia. Cuando le vi allí quieto pensé que, quizá, después de todo, mis impresiones fuesen incorrectas y que, al final, tan sólo fuese un pobre diablo que había perdido la mente, refugiándose en extrañas alucinaciones. Abandoné la habitación dejándole con su mirada perdida en la profundidad de la noche. Ahora sé que nunca podré olvidar aquella mirada.
A la mañana siguiente Wortingthon no estaba en su habitación. En su cama aún podía verse la huella que había dejado su cuerpo, aún en la misma posición que yo le dejase. Casi como si se hubiese evaporado en el aire. De inmediato se organizó una partida de búsqueda por el bosque. Hombres y mujeres del pueblo, junto con la mayoría del personal de hospital exploraron las montañas en busca de su rastro, pero yo no fui con ellos. Cuando vi la habitación mi mundo cambio por completo. Aunque para los demás pasó desapercibido, quizá porque sus sentidos se negaban a comprender la verdad, yo vi inmediatamente las extrañas huellas que bajaban por la ventana hasta llegar a la cama. Huellas alargadas, como si una extraña humedad hubiese resbalado por el marco y reptado hasta los pies del lecho donde estaba Wortingthon. Unos rastros mohosos en los que se distinguían extraños círculos, en los que creí adivinar la silueta de las monstruosas ventosas de un desproporcionado tentáculo.
Pero, a pesar de que aquellas huellas borrosas me llenaron de espanto, lo que de verdad me trastornaba el espíritu era imagina cómo aquel caos reptante había regresado por el mismo camino que había llegado, llevando consigo el cuerpo del infortunado Wortingthon y atravesando sin dificultad una ventana repleta de barrotes, como si su naturaleza fuese la de un fluido antinatural.
Después de aquello, decidí escribir todo lo sucedido a aquel pobre viajero que conocí en el hospital, como una catarsis que me sirviese para calmar mi espíritu y aceptar que, más allá de nuestro mundo ordenado, existe otro, cuya naturaleza es el caos y el horror, que acecha su oportunidad para volver a dominar un mundo que en tiempos pretérito fue suyo. Pero creo que no lo he conseguido, aún me estremezco cuando la luna ilumina la noche y sólo soy capaz de relajarme cuando la lluvia irrumpe en los cielos.
FIN
Con este capítulo doy por terminado mi pequeño homenaje a H. P. Lovecraft, espero que os halla gustado.
Si queréis leerlo desde el principio, podéis hacerlo mediante el siguiente enlace: